No, los inmigrantes no envenenan la sangre de EE UU
Donald Trump está decidido a cerrar las puertas a las personas que buscan una vida mejor para ser de nuevo presidente
¿Visita Donald Trump alguna vez Queens, la tierra de su juventud? Si lo hiciera, muy probablemente se horrorizaría. Según el censo, Queens es el municipio con mayor diversidad racial y étnica del territorio continental de Estados Unidos; es difícil pensar en una nacionalidad o cultura que no esté representada allí. Los inmigrantes constituyen casi la mitad de la población del barrio y más de la mitad de su mano de obra. Y me parece estupendo. Cuando doy un paseo por Jackson Heights, por ejemplo, veo la esencia de Estados Unidos tal y como se suponía que debía ser, un imán para gente de todo el mundo que busca libertad y oportunidades, gente como mis propios abuelos.
Y no, Queens no es una pesadilla infernal. Puede que no sea frondosa y verde, pero registra menos delitos graves per cápita que el resto de Nueva York, y Nueva York, aunque nadie lo crea, es uno de los lugares más seguros de Estados Unidos. También es relativamente saludable, con una esperanza de vida unos tres años superior a la del conjunto de Estados Unidos. Pero Trump ha declarado que los inmigrantes están “envenenando la sangre de nuestro país”. Miren, sé que es debatible que el movimiento MAGA [Hagamos que Estados Unidos vuelva a ser grande] cumple plenamente los criterios clásicos del fascismo, pero ¿podemos al menos estar de acuerdo en que su lenguaje es cada vez más fascista?
Y también sus políticas.
El sábado pasado, The New York Times informaba de que Trump, si vuelve a ocupar la presidencia, tiene intención de llevar a cabo drásticas políticas antiinmigración: rastrear el país en busca de inmigrantes que vivan ilegalmente en el país y construir enormes campamentos para… concentrarlos antes de deportar a millones de ellos. Los sospechosos de pertenecer a cárteles y bandas de narcotraficantes serían expulsados sin garantías procesales. ¿Sospechosos para quién, por qué motivos? Buena pregunta.
Si creen que nada de esto les afecta, porque son ciudadanos estadounidenses, deberían saber que, el Día de los Excombatientes, Trump pronunció un discurso en el que prometió “erradicar” a los “matones de la izquierda radical” que, según él —haciéndose eco de gente como Adolf Hitler y Benito Mussolini— infestan Estados Unidos “como una plaga.” ¿Quién cuenta como “izquierda radical”? Bueno, los republicanos de hoy —no solo Trump— tienen una definición muy amplia. A fin de cuentas, acusan sistemáticamente a Joe Biden de ser marxista.
Teniendo en cuenta toda esta retórica antidemocrática, parece casi de mal gusto señalar que una guerra trumpiana contra los inmigrantes también sería un desastre económico. Pero lo sería. Por lo visto, eso no es lo que creen los trumpistas. Ese artículo del Times citaba a Stephen Miller, que dirigió las operaciones contra los inmigrantes cuando Trump estaba en la Casa Blanca, afirmando que las deportaciones masivas serán “aplaudidas por los trabajadores estadounidenses, a quienes ahora se les ofrecerán salarios más altos con mejores prestaciones para que ocupen esos puestos de trabajo.” Muy pocos economistas estarían de acuerdo.
Si hay algo —más allá de la xenofobia pura y dura— tras la hostilidad trumpista hacia los trabajadores extranjeros, parece ser la opinión de que Estados Unidos tiene un número limitado de puestos de trabajo que ofrecer y que los inmigrantes quitan esos puestos de trabajo a los nativos. Sin embargo, lo cierto es que el número de empleos, y por lo tanto el crecimiento de la economía, está limitado por la mano de obra disponible y no al revés, excepto durante las éopocas de recesiones.
Y la contribución de los inmigrantes al crecimiento a largo plazo del país es sorprendentemente grande. Desde 2007, según la Oficina de Estadísticas Laborales, la población activa estadounidense ha aumentado en 14,6 millones. De estos trabajadores adicionales, 7,8 millones —más de la mitad— nacieron en el extranjero. Ah, y si estos inmigrantes están quitando puestos de trabajo a los estadounidenses, ¿cómo es posible que la tasa de paro esté cerca de su nivel más bajo en 50 años? De hecho, necesitamos desesperadamente a estos trabajadores, entre otras cosas porque nos ayudarán a hacer frente a las necesidades de una población envejecida.
Ahora bien, es posible que les preocupe que los inmigrantes con menos formación presionen a la baja los salarios y aumenten la desigualdad de ingresos. Pero la conclusión final después de décadas de investigación sobre este tema es que esto no parece suceder. Incluso los inmigrantes menos preparados aportan aptitudes diferentes y eligen trabajos distintos a los de sus homólogos nativos, por lo que acaban siendo complementos, no sustitutos, de los trabajadores locales. Y no olvidemos que los funcionarios de Trump trataron de frenar la oferta de trabajadores extranjeros cualificados en el sector tecnológico estadounidense, porque por lo visto creían que así se reservarían puestos de trabajo buenos para los estadounidenses, cuando en realidad lo único que conseguirían sería socavar nuestra ventaja tecnológica.
Con esto no pretendo negar que las oleadas repentinas de inmigrantes puedan suponer una carga para las comunidades locales o que necesitemos políticas que mitiguen esos impactos. Pero eso es muy distinto de un rechazo generalizado de la inmigración, que es tan estadounidense como la tarta de manzana, por no hablar de la pizza y los bagels, alimentos traídos por inmigrantes anteriores que, en su día, fueron objeto de tantos prejuicios y odios como los inmigrantes de hoy.
Estados Unidos no necesita que volvamos a hacerlo grande, porque ya lo es. Pero si quisieran destruir esa grandeza, las dos cosas más importantes que harían sería rechazar su compromiso con la libertad y cerrar sus puertas a las personas que buscan una vida mejor. Por desgracia, Trump parece decidido a hacer ambas cosas si vuelve a ser presidente.
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