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El plan para salvar el planeta hace agua: costará 120 billones de euros hasta 2050

La escasa inversión para la puesta en marcha de proyectos verdes en países en desarrollo dificulta la lucha contra el cambio climático

Daños causados por el ciclón Batsirai a su paso por Vohiparara, en Madagascar, en febrero de 2022.
Daños causados por el ciclón Batsirai a su paso por Vohiparara, en Madagascar, en febrero de 2022.CHRISTOPHE VAN DER PERRE (Reuters / ContactoPhoto

La lucha contra el cambio climático no solo acusa carencias políticas, también financieras. Si la última evaluación de los planes nacionales de reducción de emisiones de efecto invernadero realizada por el departamento de cambio climático de Naciones Unidas arrojó como resultado que el planeta va camino de incumplir los Acuerdos de París, el escenario no es más favorable en el capítulo económico, pues únicamente se están captando entre un quinto y un tercio de los fondos considerados necesarios para alcanzar las cero emisiones netas en 2050. El principal problema es que los proyectos verdes en países poco desarrollados reciben poca inversión privada. El dinero les llega en ocasiones con cuentagotas.

De los comentarios de una decena de investigadores y representantes del sector público y del privado recabados para este reportaje se desprende que el mayor obstáculo es la elevada deuda que han asumido muchos de estos Estados para hacer frente a la covid-19, sumado a que las estructuras de colaboración entre ambos sectores (público y privado) nunca han estado lo suficientemente extendidas. Una situación que en opinión de Paul Rosane, analista del laboratorio de ideas estadounidense Climate Policy Initiative, solo se puede superar con una mayor cooperación: “Los objetivos climáticos no se van a cumplir sin una movilización masiva de capital privado, porque los bancos de desarrollo no disponen de capacidad financiera suficiente para cerrar la brecha. Por eso el sector público al completo tiene que hacer todo lo posible para reducir el perfil de riesgo de las operaciones: otorgar subvenciones de asistencia técnica a proyectos, ofrecer garantías e incrementar las coinversiones público-privadas”.

La tarea es ingente. Según la Agencia Internacional de la Energía, la factura de la transición energética ascenderá a 125 billones de dólares (120 billones de euros), el equivalente a 1,3 veces el PIB mundial, y pagarla costará 2,45 billones de euros anuales hasta 2025 y 3,6 entre 2025 y 2050, según el desglose que realiza la Campaña hacia las Cero Emisiones, una iniciativa que agrupa a más de 10.000 empresas y actores públicos no estatales. Unas cifras que contrastan con la inversión ­real. De acuerdo con las mediciones de los principales informes de financiación climática disponibles, recogidas y analizadas por Citi en el documento Perspectivas y soluciones globales, de 2016 a 2020 se captaron entre 600.000 y 900.000 millones de dólares anuales, es decir, entre un 22% y un 33% de lo estimado como necesario.

Elizabeth Curmi, una de las autoras de este documento, considera fundamental que al menos un 70% de los recursos sean privados, pero hoy apenas suponen el 49%. Y en regiones como África, donde falta el 85% de la inversión, son casi inexistentes. La deuda es el obstáculo más visible, pero no el único. “El inversor no siempre dispone de información suficiente acerca de los mercados y, en ocasiones, los proyectos son tan pequeños que no superan el umbral a partir del que las gestoras de fondos comienzan a considerarlos”, ilustra la investigadora. Esta acumulación de cuellos de botella es lo que hace “indispensable” desarrollar la financiación mixta.

El término hace referencia a los distintos esquemas de coinversión público-privados, desde aquellos basados en seguros o garantías hasta los que subordinan la pérdida del inversor privado a la del público o filantrópico. Frente a anuncios como el de la última cumbre del clima, celebrada en noviembre en Sharm el Sheij (Egipto) y en la que los países desarrollados acordaron crear un fondo para compensar por daños y pérdidas a los que más sufren los efectos del cambio climático, los expertos en este tipo de financiación defienden que lo fundamental es extender estas estructuras, que además consiguen la implicación directa en proyectos de la banca comercial y otros inversores privados.

Asignación de fondos

No son enfoques excluyentes. Los países desarrollados llevan asignando fondos climáticos a los emergentes de forma intensa desde la Cumbre de Copenhague, en 2009, cuando asumieron el compromiso de destinar 100.000 millones de dólares anuales hasta 2020, actualmente renovado hasta 2025, y una parte ya se está estructurando mediante financiación mixta. Pero organizaciones como la OCDE constatan que los grandes flujos de inversión distan de ser los adecuados, sobre todo porque hay un déficit de participaciones de capital. “En casos como Nigeria, el 90% del dinero captado es deuda, lo que es especialmente preocupante porque es un país cuyos recursos proceden en buena medida de exportaciones de gas y petróleo”, afirma Rosane.

Los incentivos, en cualquier caso, son manifiestos. Según la gestora de fondos BlackRock, hasta un 49% de la capacidad energética global en 2050 procederá de instalaciones solares y eólicas en países que no pertenecen a la OCDE, y la iniciativa internacional The New Climate Economy, auspiciada por varios gobiernos, estimó en 2018 que la economía mundial puede crear un valor económico de 24,5 billones de euros hasta 2030 con una acción climática audaz. Este cálculo se basa en que es posible evitar 700.000 muertes por contaminación y crear 65 millones de puestos de trabajo poco intensivos en carbono si los gobiernos logran disponer de 2,65 billones de euros anuales procedentes de gravámenes al carbono y reducciones de subsidios vinculados a energías contaminantes.

Para escalar la financiación mixta en materia ambiental, Convergence, una firma que estudia la inversión combinada, defiende partenariados climáticos como el que ha permitido a BlackRock recaudar 673 millones de dólares (635 millones de euros), de los cuales la cuarta parte es financiación pública o filantrópica y el resto privada. El fondo está dirigido específicamente a economías emergentes y tiene como socios a una veintena de Estados, fundaciones, corporaciones e inversores institucionales, una denominación que agrupa a aseguradoras, fondos soberanos y de pensiones. “Supera el umbral de 500 millones de dólares que fijan algunos inversores, una rareza en la financiación climática o al desarrollo; cinco de sus fundadores han puesto más de 100 millones de dólares, algo también muy poco habitual; y la presencia de organizaciones climáticas garantiza que no es un instrumento para hacer un lavado de imagen verde”, esgrime la compañía de análisis en su página web.

Críticas

El instrumento permitirá a la gestora, que recibe críticas de ambientalistas por no potenciar lo suficiente la transformación verde de las compañías que tiene en cartera, reducir el riesgo de inversiones que en países desarrollados ya son rentables. “Operará a partir de cuatro ejes: la generación de energía limpia, el desarrollo de infraestructura para almacenarla, la promoción de la eficiencia energética en edificios y el desarrollo del transporte eléctrico”, apunta Aitor Jauregui, responsable de BlackRock para Iberia.

Esta iniciativa destinará fondos a proyectos en África, Asia y Latinoamérica, y pivotará sobre los denominados capitales de primera pérdida, un instrumento “fundamental para escalar la financiación climática”, asegura Juan Carlos Villena, director del área de alianzas de Cofides. Esta empresa estatal española, que tiene una división de desarrollo y otra de apoyo a la internacionalización de empresas españolas, es una de las financiadoras del Fondo Huruma, que busca lograr la inclusión financiera de agricultores de América Latina, Caribe, África Subsahariana y Asia, y está dotado con 120 millones de euros. En este proyecto, las coberturas las provee la Comisión Europea, y eso ha asegurado la captación de fondos privados para invertir en bancos u ONG que garantizan la asistencia financiera a estos trabajadores.

No son la única herramienta clave. “Las garantías, sobre todo las que son a primera demanda, es decir, las que con solo mostrar el impago ya se ejecutan, y la asistencia técnica aceleran también la inversión”, continúa Villena. Este último concepto alude a todo tipo de acciones que extienden las capacidades de los beneficiarios de los flujos de financiación o de actores intermediarios. “Muchas veces son meras partidas para estudiar proyectos o para formar a un eventual regulador energético, por citar dos casos habituales, pero también pueden incardinarse en un proyecto de financiación combinada. A veces te encuentras con ejemplos tan peregrinos como subvencionar una cadena de frío industrial para dar salida a la electricidad que se busca generar mediante renovables. El margen imaginativo es amplísimo”, añade Villena.

Rafael Matos, director de sostenibilidad de Cofides, cree que el sector público de los países receptores debería trabajar en cuatro frentes para favorecer la extensión de estas herramientas. “El primero son marcos regulatorios fijos, transparentes y que permitan anticipar ingresos. A un promotor en renovables, la mejor forma de atraerlo es con un mercado donde el Estado fije la factura de la electricidad directamente, como ocurría en España hasta mediados de los noventa. En segundo lugar, esquemas claros de colaboración y de reparto de los riesgos. Si ya son necesarios para parques fotovoltaicos, en proyectos más intensivos en capital, como las concesiones de sistemas de transporte público electrificados, son imprescindibles. Tercero, que haya menos restricciones al capital extranjero. Y, por último, agregación de proyectos. En países como Lesoto, la fragmentación es altísima”.

Paneles solares de células fotovoltaicas en el Parque Solar Pavagada, en Karnataka (India).
Paneles solares de células fotovoltaicas en el Parque Solar Pavagada, en Karnataka (India).Abhishek Chinnappa (Getty Images)

El momento es apremiante. El capital necesario para cerrar la brecha norte-sur es tan elevado que, si los flujos no se incrementan considerablemente, una gran parte de la población mundial está en riesgo de quedar “atrapada en una espiral de vulnerabilidad climática y cargas de deuda insostenibles”, según describe en un artículo para el think tank estadounidense Brookings Institution Ulrich Volz, director del Centro de Finanzas Sostenibles de la Universidad de Londres. Se refiere a que cuanta mayor es la exposición al cambio climático, más costoso resulta acceder a capital, y los países que más sufren los envites atmosféricos son precisamente los que ya arrastran problemas de deuda. Según el FMI, hasta un 60% de los países menos desarrollados han entrado en una posición comprometida o están próximos a ella, y Bloomberg estimó en julio que varios emergentes, algunos del tamaño de Egipto y Pakistán, pueden seguir la senda de Sri Lanka, que en abril se declaró en default.

Canjes

Ante esta situación, cada vez más naciones están abogando por canjes de deuda por acciones climáticas, maniobras financieras que se remontan a la crisis de deuda que golpeó a Latinoamérica en los años ochenta y que permiten a los Estados rebajarla a cambio de comprometerse a preservar parques naturales o entornos oceánicos. El presidente argentino, Alberto Fernández, pidió durante la penúltima cumbre climática, celebrada en 2021 en Glasgow, un sistema global para realizar estos canjes, y la idea ha sido una de las más discutidas durante la cumbre climática que las naciones africanas celebraron en agosto.

Uno de los últimos países que ha logrado un acuerdo de canje ha sido Barbados. Esta pequeña isla al este del Caribe obtuvo un préstamo en septiembre para recomprar deuda más costosa gracias a una garantía de 100 millones de dólares del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y a otra de 50 millones de The Nature Conservancy (TNC), una organización filantrópica dedicada a la conservación de la biodiversidad y el medio natural. A cambio, adquirió el compromiso institucional de destinar los 50 millones de ahorro que espera generar con la operación de reconversión a proteger el 30% de sus aguas territoriales.

Para Gianleo Frisari, economista sénior de cambio climático del BID, se trata de un instrumento que ganará protagonismo en el actual escenario de subida de tipos y restricción del crédito. Además, cree que muchas veces ni siquiera se necesitan garantías para estas operaciones. “La mera asesoría es ya una herramienta poderosísima, porque en ocasiones los Estados tienen acceso a los mercados de crédito y lo que necesitan es saber cómo colocar como sostenibles bonos soberanos”, afirma desde Washington, y menciona que en los últimos cinco años el BID ha propiciado más de 70 emisiones temáticas, una denominación que también incluye a las sociales, por valor de 30.000 millones de dólares.

Los bonos verdes son todavía productos muy minoritarios, pero la organización internacional de financiación climática Climate Bonds Initiative estimó que en 2021 las emisiones de este producto aumentaron un 89%, hasta 578.000 millones de dólares (546.000 millones de euros). Un auge que se desarrolla en paralelo al del número de compañías que se están sumando a los Objetivos Basados en la Ciencia, una iniciativa de varias fundaciones respaldada por Naciones Unidas para promover prácticas climáticas en empresas. Hasta agosto, 1.340 grandes firmas, que representaban el 20% de la capitalización total del mercado, unos 20 billones de euros, se habían comprometido a que sus procesos no contribuyeran a un incremento de la temperatura superior a dos grados.

Pero si hay una canje que condensa los beneficios de este instrumento financiero, ese es el realizado por Belice. Esta nación centroamericana logró reducir su deuda pública más de 10 puntos, hasta el 74% de su PIB nacional, gracias a la recompra de un eurobono de 553 millones de dólares que cotizaba con descuento. La operación fue posible porque el Estado y la TNC emitieron bonos azules por valor de 364 millones de dólares respaldados con una garantía del principal banco de desarrollo estadounidense que permitió unas condiciones muy favorables. A cambio, Belice se comprometió a destinar a conservación marina cuatro millones de dólares anuales hasta 2041. El FMI destacó de la operación que fue el propio mercado de bonos quien ofreció una tasa de interés reducida y que el acuerdo implicaba financiar deuda debida a inversores privados recurriendo a otra clase de inversores privados.

Pese a la variedad de herramientas financieras, persiste un problema fundamental: la mayor parte del capital continúa dirigiéndose a proyectos de reducción de emisiones, a los conocidos como de mitigación, pero no a los de adaptación, es decir, a aquellos que responden a los estragos que el cambio climático ya está causando —típicamente defensas costeras o infraestructuras para llevar agua a zonas golpeadas por la sequía—. Los datos de Citi se refieren únicamente a los primeros, pese a que, en regiones como África, los segundos precisan de unos 58.000 millones de euros anuales adicionales a los 200.000 necesarios para la transición energética.

Cuestión de adaptación

De hecho, en algunas zonas “el cambio climático es sobre todo una cuestión de adaptación”, señala desde Guayaquil Juan José Nieto, director del Ciifen, un centro internacional que estudia el fenómeno del calentamiento del Pacífico oriental ecuatorial, conocido como El Niño. Ni este suceso ni La Niña, su fase de enfriamiento, son debidos exclusivamente al incremento de los gases contaminantes, pero sus ciclos de aparición están siendo afectados por ellos. En la costa de Ecuador, el principal efecto de La Niña es la reducción de las lluvias, lo que puede echar a perder plantaciones enteras de arroz, y se ha manifestado de forma consecutiva los últimos tres años, cuando venía ocurriendo cada siete. “Para adaptarnos, necesitamos mejores predicciones meteorológicas, nuevas herramientas para comunicarnos con los agricultores, diferentes especies de semillas…”, lamenta Nieto.

Las necesidades de adaptación crecerán en los próximos años. Aunque el Acuerdo de París obliga a mantener “muy por debajo” de 2 grados el incremento de la temperatura del planeta y establece como objetivo “preferible” un aumento de 1,5 grados, la Organización Meteorológica Mundial advirtió en mayo de que por la retroalimentación de los fenómenos climáticos existen un 50% de opciones de que entre 2022 y 2026 se supere ese límite inferior (el incremento está ya en 1,1). El brazo climático de Naciones Unidas concluyó en agosto que, aun cumpliéndose los objetivos fijados por los Estados, el aumento sería de 2,5 grados en 2100. El planeta, de hecho, ni siquiera ha alcanzado su pico de emisiones: las de dióxido de carbono, las más numerosas, crecieron un 0,6% en 2021, hasta las 415,7 partes por millón. Y entre décimas de aumento e intensificación de fenómenos climáticos no hay una relación proporcional, sino en cascada.

Nieto recurre a un término propio de la lucha contra el coronavirus, la nueva normalidad, para referirse al escenario climático al que Ecuador y las naciones caribeñas hacen frente desde hace unos años. “Hay una sucesión de alteraciones que está modificando el perfil de todas las actividades al completo. La construcción, la agricultura, la pesca… Y sin embargo nos encontramos con muy pocos fondos y con una discusión climática demasiado centrada en la transición energética”.

Un barco descarga carbón en el puerto de Lianyungang, China.
Un barco descarga carbón en el puerto de Lianyungang, China.Future Publishing (Future Publishing via Getty Imag)

Diferentes modelos para el cambio energético

Las regiones desarrolladas tampoco cumplen con sus objetivos financieros en materia climática. Según la firma de análisis de mercados BloombergNEF, Europa capta cada año únicamente 200.000 de los 500.000 millones de euros a los que debería aspirar hasta 2025 (a partir de entonces debería incrementar esa cuantía a 800.000 millones). Estados Unidos, apenas 70.000 millones de euros anuales, menos de la quinta parte de lo estimado como necesario, aunque en su mayoría es capital privado, y eso anticipa que con los 348.000 millones de euros en inversiones estratégicas que movilizará la Ley de Reducción de la Inflación (IRA, por sus siglas en inglés), la mayor iniciativa climática de la historia del país, esa cantidad aumentará.

El proyecto, que ha generado un lance comercial con la Unión Europea (UE) por su proteccionismo —limita, por ejemplo, los créditos fiscales por comprar coches eléctricos a los fabricados en el país—, choca con el modelo climático de los Veintisiete, que no se basa en la incentivación directa, sino en el comercio de emisiones contaminantes y en la regulación de sectores contaminantes. Ambos socios se han comprometido, en cualquier caso, a alcanzar las cero emisiones netas en 2050: la UE, rebajándolas en 2030 en un 55% respecto a los niveles de 1990, y EE UU, en un 50%-52% respecto a los niveles de 2005 en la misma fecha.

Diferente es el escenario en China, el mayor contaminante global y responsable de un 27% de los gases de efecto invernadero, que tiene previsto alcanzar la neutralidad climática en 2060 y sigue abriendo centrales de carbón. En 2021 adoptó su propio mercado de carbono, pero, a diferencia del europeo, que cubre el 50% de las emisiones del continente monitorizando a 11.000 plantas de diversas industrias y aerolíneas, no establece un tope de emisiones. Únicamente mide el ritmo al que se contamina, de tal modo que aquellas compañías que son más eficientes que la media de la industria a la que pertenecen reciben créditos. Esto ha llevado a algunos expertos a señalar que no busca reducir emisiones, sino cerrar las instalaciones menos eficientes.

Con todo, su enorme tamaño —el triple que el europeo, pese a que solo incluye a las plantas de generación de energía, responsables del 40% de las emisiones nacionales— lo convierte en un instrumento determinante en la lucha climática global. “Es una de las piezas clave con las que China aspira a cumplir sus compromisos climáticos”, apunta Lucie Qian Xia, investigadora de políticas ambientales de la London School of Economics, quien sin embargo considera que actualmente tiene una capacidad muy limitada, pues acusa una segunda carencia: “Las asignaciones para emitir se conceden gratuitamente, de ahí que pueda no ser eficaz para lograr la transición a las renovables”.

Los sistemas de comercio de emisiones tienen la ventaja frente a otros instrumentos de que son una fuente segura de ingresos. Y sirven en bandeja a los Estados la posibilidad de destinarlos a financiación verde. El europeo generó 31.000 millones en 2021 y la Comisión está tratando de que un 25% de su recaudación anual se destine al presupuesto de la UE con el objetivo de cofinanciar un fondo social climático destinado a abordar la pobreza que puede resultar de la reforma energética de edificios o de la electrificación de la movilidad. Sin embargo, como señala Thibaud Voïta, investigador de políticas energéticas del Instituto Francés de Relaciones Internacionales, un laboratorio de ideas, “lo que funciona en la UE puede no hacerlo en EE UU o en Brasil, y viceversa”. Y si hablamos de un sistema que destruye actividad industrial contaminante, no será la mejor solución para los países que dependen de ella y no cuentan con elevados ingresos procedentes de otras vías.

Soluciones alternativas

Por eso están emergiendo soluciones como el Partenariado de Transición Energética Justa, con el que EE UU, el Reino Unido, Francia, Alemania y la UE destinan a Sudáfrica 8.000 millones en subvenciones y préstamos a bajo coste para favorecer su descarbonización. En un país donde el desempleo es del 30% y el sector minero emplea a 200.000 personas, el instrumento, que también se está desplegando en Indonesia y se ha pensado para otros países como Senegal y Vietnam, busca evitar que estos trabajadores sean excluidos laboralmente.

Para Voïta se trata de atajar el asunto clave de la reducción de emisiones en países emergentes: que destruye empleo más rápido de lo que lo crea. “El proceso implica cerrar instalaciones y dejar tirada a la gente, lo que genera descontento y protestas”, señala, y cree que herramientas como esta permiten a los gobiernos repetir lo ocurrido en las naciones desarrolladas en las que se confinó a la irrelevancia laboral a grandes grupos de la población. “Ofrecen fondos y fórmulas para que los programas de transición energética tengan en cuenta la dimensión social y laboral de las políticas”.

El analista considera, no obstante, que lo fundamental es que EE UU y China consoliden sus modelos, algo que duda que ocurra. “El IRA sufre de dos debilidades: es un resultado de intensas negociaciones, por eso su principal función es combatir la inflación, y no el clima; y puede ser fácilmente abandonado por la próxima Administración. Y Pekín está en la situación contraria: tiene herramientas, pero no un plan lo suficientemente ambicioso dadas sus emisiones. Lo único positivo, de algún modo, es que puede utilizar medidas consideradas autoritarias en Occidente para acelerar el proceso”.

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