Los ahorros de los municipios alcanzan un nuevo récord y van camino de duplicar su deuda
Los ayuntamientos tienen más de 38.000 millones guardados en efectivo y depósitos, un máximo histórico que no para de crecer desde 2012
Los municipios nunca han tenido tanto dinero ahorrado. Su hucha lleva más de una década engordando año tras año, una tendencia que se ha mantenido pese a los recientes zarpazos de la pandemia y la crisis energética con todas sus derivadas, desde el desplome de la actividad a la escalada inflacionaria y la subida de los tipos de interés. De hecho, los más de 38.698 millones que atesoraban las corporaciones locales en efectivo y depósitos a cierre de 2023, según los datos del Banco de España, no solo representan un máximo histórico, sino que van camino de duplicar el importe de su deuda, que al contrario se ha ido desinflando: el volumen de pasivo municipal, aunque repuntara ligeramente desde la pandemia, está en sus niveles más bajos desde 2004. En diciembre del año pasado se situaba en los 23.309 millones, equivalente al 1,5% del PIB.
Este récord de liquidez se debe a años de duros recortes durante la crisis financiera y a un estricto control presupuestario, que de facto impide a los municipios disponer a su placer de sus ahorros, por lo que han ido engordando su hucha después de muchos años en los que han tenido más ingresos que gastos. “Pero ese exceso de recursos es ineficiente, es dinero ocioso que está en un callejón sin salida y que en algunos momentos hasta ha generado gastos por el cobro de comisiones bancarias”, sentencia Diego Martínez López, catedrático de Economía en la Universidad Pablo de Olavide.
Para tener la panorámica completa hay que hacer un salto al pasado y remontarse a la época de la Gran Recesión. Era 2011 cuando las cuentas públicas tiritaban, las primas de riesgos subían como la espuma y Bruselas pedía recortes. Entonces, PSOE y PP pactaron —con José Luis Rodríguez Zapatero al frente del Gobierno— una reforma de la Constitución para introducir una exigencia avanzada por la austera Alemania de Angela Merkel: el principio de estabilidad financiera. Ese acuerdo implicó reformular el artículo 135 de la Carta Magna e impuso un corsé presupuestario a las Administraciones públicas para que no dispararan sus números rojos en un momento en el que la recaudación caía en picado.
Al año siguiente, ya con Mariano Rajoy en La Moncloa, el Congreso aprobó la Ley de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera en cumplimiento de los acuerdos europeos. Esta norma da más detalle sobre los objetivos fiscales que tienen que perseguir las Administraciones públicas y las sanciones a las que se enfrentan si no los respetan. El ministro de Hacienda de aquella época, Cristóbal Montoro, definió entonces la maltrecha economía española como “una nave escorada”. “Se necesitan medidas de austeridad”, dijo antes de inaugurar una batería de dolorosos tijeretazos para reconducir el déficit del conjunto de las Administraciones, que se había desbocado: alcanzó el 11,5% del PIB en 2012, un máximo histórico que no volvió a producirse ni siquiera durante la pandemia.
A las corporaciones locales —que incluyen a ayuntamientos, cabildos, consejos insulares y diputaciones forales o provinciales, entre otras— les toca el objetivo más severo, pues están sujetos a la regla de gasto —un tope al crecimiento de los desembolsos que se fija cada ejercicio, y que vale para todas las administraciones—, una rígida ley reguladora de las haciendas locales y son el único subsector obligado a diseñar sus cuentas en equilibrio: cuando confeccionan sus presupuestos, los gastos que proyectan para el ejercicio nunca pueden superar los ingresos. En cambio, al Estado y a las comunidades se les permite tener déficit fiscal dentro de ciertos límites. Unos objetivos que, sin embargo, se han respetado solo de forma puntual en esta década larga de reglas de estabilidad y han llevado a Bruselas a mantener a España en su brazo correctivo durante años.
“En el caso de las corporaciones locales, en general sí se ha cumplido tanto la obligación de equilibrio como la aplicación de la regla de gasto”, señala César Martínez, investigador y profesor de Derecho Financiero y Tributario en la Universidad Autónoma de Madrid. Los eventuales ahorros de los municipios tienen que emplearse para reducir la deuda, pero muchos ni siquiera tienen pasivo para amortizar. A partir de 2014 se les permitió destinar una parte de ellos a una serie de inversiones tasadas —que se flexibilizaron con la pandemia—, denominadas financieramente sostenibles, que no tienen impacto en los objetivos de estabilidad. En cambio, si los ahorros —técnicamente denominados remanentes de tesorería, una magnitud que no coincide exactamente con los datos del Banco de España, pero que refleja igualmente el margen disponible— se incorporan en los presupuestos a lo largo del ejercicio son susceptible de causar desajustes en las cuentas.
“Hay muchos ayuntamientos que ya no tienen deuda y al final no se gastan ese dinero, porque su incorporación les puede causar déficit”, explica Carmen López Herrera, socia en el área de Finanzas Públicas de la consultora Afi (Analistas Financieros Internacionales). “El problema es que no pueden contabilizar los remanentes como ingresos no financieros, pero deben reflejarlo como gasto que computa a nivel presupuestario. Y, si incurren en déficit, deben aprobar un plan económico financiero para volver al equilibrio, algo que políticamente nunca suena bien”.
Según la analista, desde un punto de vista teórico esta exuberancia de ahorros es un éxito. “Dice que regla de gasto ha funcionado: en los años buenos se ahorra para que cuando vengan mal dadas haya un colchón y no se tenga que recurrir al endeudamiento. Pero hay servicios que nunca se han recuperado después de los recortes de la crisis financiera y ahí hay unas necesidades descubiertas, así como hay otras administraciones muy endeudadas”.
Ingresos estables
A este colchón también contribuye la estructura tributaria municipal. Los impuestos que recaudan los ayuntamientos, como el IBI, son menos sensibles al ciclo económico con respecto a otras figuras estatales como el IRPF o el IVA, que acusan en mayor medida las caídas de la actividad y del consumo. Lo mismo ocurre con los gastos: la recogida de basura o el transporte, encomendados a los municipios, no ejercen tanta presión al alza como la sanidad y la educación, competencia de las comunidades, o las pensiones.
“Por todo eso la deuda ha bajado muchísimo, pero ahora se ha llegado a una situación muy rara, en la que las entidades locales tienen más ahorros que deuda. Dejando de lado algunos ayuntamientos que tienen una situación patológica, con deudas muy altas, el sector está muy saneado. Deberíamos replantearnos la regla de gasto, porque no tiene sentido que ese dinero no se transforme en servicios públicos”, añade Martínez, de la UAM.
Con estos mimbres, el volumen de efectivo y depósitos en manos de las corporaciones era al cierre de 2023 un 3,5% más elevado que el año anterior y un 36% con respecto a la época prepandemia. Comparado con el año 2011, la cifra es más de tres veces superior. La deuda, por su parte, ha experimentado una espectacular evolución a la baja. En diciembre del año pasado se situaba en los 23.309 millones, equivalente al 1,5% del PIB. En 2012, este porcentaje rebasaba el 4%.
Martínez López considera que hay varias opciones para poner a trabajar ese dinero, desde reordenar las competencias de los ayuntamientos, para que asuman más servicios, o invertir los remanentes en la deuda de otras administraciones, por ejemplo las comunidades, la mayoría de ellas deficitarias, o en los municipios muy endeudados. “Se convertirían en activos financieros por los cuales se va recibiendo un interés, y esa rentabilidad generaría ingresos corrientes. Tener ese dinero ahí no tiene ningún sentido desde un punto de vista de disciplina fiscal”.
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