Maldita letra pequeña
La propuesta de reforma de las reglas fiscales europeas no es insensata, pero en el detalle asoman algunos demonios
Las propuestas legislativas de la Comisión para la reforma de las reglas fiscales (el Pacto de Estabilidad) no son insensatas. Sortean el austeritarismo extremo del ministro alemán de Finanzas, el liberal Christian Lindner: sobre todo su intento de imponer un corsé universal en forma de mínimos numéricos anuales para la reducción de la deuda (de ¡hasta el 1% anual!). Salvan la “apropiación” de las reglas por cada Estado miembro, que será capaz de negociar su ritmo de consolidación fiscal y no seguir un manual rígido de Bruselas. Y mantienen el control de la Comisión en vez de un organismo fiscal intergubernamental. Todo eso está bien.
Pero en la letra pequeña de las propuestas detalladas y articuladas el miércoles sobre la deuda pública asoman malditos demonios de fondo. Como sucede con las tres “salvaguardas” de ortodoxia esbozadas para contentar a Berlín sin someterse al ordoliberalismo, desagradables porque cargan contra los más vulnerables.
Aunque lo más discutible es un aditamento a la regla de gasto simplificada que Bruselas ya propuso en noviembre. Esta estipula que el gasto público nacional “neto” no debe aumentar más que el crecimiento del PIB previsto a medio plazo. Esta regla de gasto por sí sola no impide subidas de gasto en estabilizadores automáticos como el seguro de desempleo (en coyunturas de menor bonanza). Ni tampoco incluye en el cómputo “los gastos en programas de la Unión compensados totalmente con ingresos procedentes de los fondos comunitarios”, lo que es una buena clarificación. Eso es casi una “regla de oro” —aquella que excluye del déficit toda la inversión productiva—, pero limitada, de momento, al programa Next Generation. No es universal, pues no excluye del cómputo ni a la inversión estrictamente nacional, ni a la de los fondos estructurales europeos tradicionales. El problema de esta regla de gasto es que debe leerse a la luz del Tratado de Estabilidad (el llamado “Compacto fiscal”) intergubernamental de 2012. Este impone (artículo 3.1.a) que “la situación presupuestaria de las administraciones públicas… será de equilibrio [déficit cero] o de superávit”. Ese artículo no se abroga. Se mantiene. Podría haberse aparcado, como se hace (felizmente) con la obligación de un ritmo mínimo de reducción de la deuda de un veinteavo (0,5%) anual (artículo 4).
Pero no es así. Por lo que constituye, incluso dentro de la flexibilidad general, un peligro para la inversión pública. El objetivo de “unos presupuestos equilibrados implica que las inversiones públicas no pueden financiarse con la emisión de deuda”, ha escrito Paul de Grauwe (Hacia una nueva gobernanza fiscal en la eurozona, europeG, 18). Al obstaculizar la deuda, todos los costes de la inversión los sufragan los impuestos o los recortes de gasto, cargados a la actual generación de contribuyentes, sin compartirlos con las siguientes, que también la disfrutarán. El cortocircuito a la inversión nacional podría compensarse generalizando el endeudamiento común, a imagen del plan Next Generation. “El pilar principal de la reforma sería una capacidad fiscal permanente” que lo transformase “en un mecanismo paneuropeo de inversión”, postulaba un equipo de economistas españoles (Una propuesta de reforma de las reglas fiscales de la UE, Elcano, 2021). Pero de eso no hay ni rastro.
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