Tiempos e… ¿impuestos extraordinarios a las energéticas?
La base imponible del nuevo impuesto debería ser el beneficio extraordinario y no la facturación
Existe una propuesta de ley para establecer un impuesto temporal (2023 y 2024) sobre los beneficios extraordinarios de las empresas energéticas. Según cálculos del Gobierno, se prevé una recaudación anual de unos 2.000 millones de euros. El tipo, que aplicaría sobre los ingresos, sería del 1,2%. Por ejemplo, si los beneficios extraordinarios son un 20% de los ingresos, implicaría un gravamen implícito del 6% sobre esos beneficios.
¿Son buenas noticias? De entrada, sí, si lo que se pretende es redistribuir parte de los beneficios extraordinarios de las energéticas hacia la sociedad. Redistribuir todavía más, pues esas empresas y sus accionistas ya pagan impuestos. El problema está en los detalles.
No entraremos aquí en identificar los factores que han podido contribuir a la escalada del precio de la energía (invasión de Ucrania, funcionamiento del mercado mayorista o cambio climático); pero, si los precios están por encima del coste adicional de producción, paradójicamente, incluso un impuesto del 100% no sería una mala “cosa”. Para ello, eso sí, la base imponible del impuesto debería ser, efectivamente, el beneficio extraordinario y no la facturación. En esos casos, las empresas no tienen incentivos a cambiar su comportamiento, pues, por definición, ya están maximizando beneficios.
De hecho, si la base del impuesto sobre sociedades incorporara esos beneficios extraordinarios, lo más sencillo sería establecer un recargo en el impuesto ya existente. Por tanto, aprovechando esta propuesta de impuesto temporal, y recuperando el informe de expertos sobre la reforma de nuestro sistema tributario, se pudiera pensar en ajustar la base del impuesto de sociedades actual para acomodarlo más a un gravamen de los beneficios extraordinarios.
En cambio, que se grave la facturación es ya más problemático. Ante un aumento del coste de producción por el impuesto, las empresas tienen incentivos a subir (todavía más) precios. En el límite, el impuesto pudiera acabar, sí, siendo pagado por el consumidor. Impedir por ley que las empresas no puedan repercutirlo suena raro. Parece difícil verificar si las empresas lo acaban haciendo o no, de manera que el aumento de la litigiosidad —y, aquí, llovería sobre mojado, dado el colapso de los tribunales económico-administrativos— pudiera ser un efecto colateral indeseado. Y, en todo caso, si se pudiera impedir la traslación, es posible que los consumidores lo acabaran “pagando” a través de una menor calidad del servicio. En definitiva, suponiendo que la solución de la factura energética tuviera que venir del lado fiscal, el impuesto no parece una mala idea si la base grava exactamente eso: los beneficios extraordinarios.
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