Atribuciones: cuando arte y dinero van de la mano
Pese a que los expertos son pocos, catalogar correctamente una obra puede generar enormes ingresos para los propietarios y las galerías
Mirar y mirar hasta pulverizarse los ojos. Esta es la única ley que rige una de las ciencias más inexactas del mundo: la atribución de obras de arte, sobre todo de maestros antiguos. “Ver, ver y ver; es el trabajo de toda una vida”, reflexiona Manuela Mena desde Inglaterra, donde vive retirada, la principal especialista historiadora del mundo en Goya y antigua jefa de conservación de pintura del siglo XVIII del Museo del Prado. “Hay historiadores del arte que no tienen ojo clínico. No es nada malo. Ver muchas obras es lo que te da esa finura en la mirada”. Es un don. Mena lleva desde los 22 años viviendo esa existencia sobre el papel. Ha recorrido la colección completa de dibujos de los Uffizi (Italia) o del British Museum. Dos ejemplos de un oficio donde, por una vez, el Viejo Mundo adelanta al Nuevo. “Los historiadores estadounidenses no tienen la capacidad de ver tantas obras porque se custodian en Europa, y eso es lo que otorga finura en el ojo”, desgrana la doctora en Historia del Arte. “Es un trabajo de gran especialización, que requiere enormes conocimientos y que no se puede improvisar”, coincide Andrés Úbeda, director adjunto de conservación e investigación de la pinacoteca madrileña.
Pero el mundo académico converge con el mercado del arte. “Desde que existe, hay interés en encajar una obra y gente osada que le gusta dar unos pasos más allá, y es ahí donde te puedes equivocar”, advierte Javier Novo, coordinador de conservación e investigación del Museo de Bellas Artes de Bilbao. Y esta relación resulta compleja. La atribución lo cambia todo. Un taller de José de Ribera (el maestro barroco pintó incontables réplicas con sus ayudantes de muchos lienzos) cuesta unos 30.000 euros, un gran ribera puede superar fácilmente los 600.000. Todas las casas de subastas han cometido errores cuando mezclan dinero con pintura antigua. Christie’s retiraba un murillo (San Francisco abrazando a Cristo crucificado) la semana pasada, que partía en 1,1 millones de euros, ante las serias dudas de su autoría.
Pero en las subastas —que es una gran representación teatral— todo sucede en el catálogo. Ahí está su acción, su narrativa y su diálogo. Y el drama es la “ficha” o “entrada”. Un pequeño estudio que acompaña a las piezas más importantes y que justifica su atribución. Suele encargarse a reconocidos expertos y por ese breve trabajo (muchas veces completado a través de una simple imagen en alta resolución) se paga entre 600 y 10.000 euros. Dependiendo del “caché profesional” de quien lo firma, el posible valor de la pieza y la dificultad de la atribución. Un buen especialista en un maestro barroco italiano con mercado puede cobrar 5.000 euros. Aunque no todos certifican. Alguien, por ejemplo, del prestigio de Javier Portús, jefe de conservación de pintura española hasta 1800 del Prado, no acepta encargos.
Y en un oficio que se pierde, uno educa su propia mirada. “Compro sin ningún asesoramiento, sin la opinión de ningún experto, y me da igual quién lo haya certificado”, relata Nicolás Cortés, director de la galería del mismo nombre. “Porque el cliente de quien se fía de verdad es del anticuario que le vende la obra”.
Cortés se levanta. La conversación transcurre en su galería madrileña del barrio de Chueca. Pasa la mano por una crucifixión de Corrado Giaquinto (1703-1776). “El tacto te dice que es una tela del siglo XVIII”, asegura. “Es algo que sabes. No sabría explicar cómo, pero lo sabes”.
Esa confianza es la que ha buscado la familia Pérez de Castro Méndez. Los dueños del “probable” caravaggio madrileño. La galería Colnaghi asume toda la gestión del Ecce Homo atribuido al genio lombardo. La cesión incluye no solo la confirmación de la autoría, sino también su futura venta. Jorge Coll, consejero delegado de la firma, representante de la familia y antiguo socio de Nicolás Cortés, sabe que se adentra en el tenebrismo: “Para validar una atribución resulta necesario el consenso de los dos mundos: el mercantil y el académico”, comenta el consejero delegado de Colnaghi. “Tenemos expertos propios que abren el camino y luego consultamos con analistas para ratificar nuestra opinión”. Si, finalmente, el cuadro lo compra el Estado o un particular, el marchante se podría llevar un 5% y un 10% de la operación en una tela de estas características. Sin demasiados gastos. Un análisis científico (infrarrojos, Rayos X, espectroscopia) de un cuadro en España —estima Nicolás Cortés— cuesta unos 2.000 euros. Lo que no quiere decir que el riesgo sea bajo. Algunos grandes anticuarios se financian con fondos de inversión y estos no aceptan como respaldo (colateral, en la jerga financiera) la obra y pueden pedir unos intereses del 13%.
Cambio de paradigma
Pero la pintura se desvanece. Una pátina de óxido y tiempo parece que se adhiriera al lienzo y va difuminando las figuras y el paisaje. “El connoisseurship [especialista en la materia] que siempre ha formado parte del estudio de la historia del arte ha menguado mucho y hoy en día quizá se practica más en el ámbito de los museos, entre los coleccionistas, los anticuarios y el personal de las casas de subastas”, narra Gabriele Finaldi, director de la National Gallery de Londres. Cambia el paradigma. Quizá porque el mercado resulta muy pequeño y, si no acude dinero privado, el interés de los jóvenes por los “mayores” es una fina veladura.
Las telas de los maestros antiguos —según UBS y Art Basel— movieron el año pasado en pujas 759 millones de dólares (620 millones de euros). El segmento más pequeño (9%) de todos los que forman el bastidor de las bellas artes. Los ecos sonoros provienen de la resiliencia del arte de posguerra y contemporáneo. Unos 4.700 millones de dólares. El 55%. “En Europa y Estados Unidos, los departamentos de historia del arte se inclinan más por lo contemporáneo que por el arte antiguo”, apunta Finaldi. Y a veces, en este espacio, conocimientos clásicos (procedencia, conservación, relación estilística con otras obras del mismo entorno artístico) no sirven para casi nada. Quizá el tenebrismo del caravaggio madrileño arroje luz y pigmentos de savia joven sobre el negocio de las atribuciones.
Vivir de los fallos
Los grandes anticuarios viven de los “errores” o las malas atribuciones. Su luz son los descubrimientos. “Hay casas de pujas que organizan una subasta mensual de pintura, resulta imposible que sean capaces de valorar decenas de obras”, comenta Nicolás Cortés, responsable de la galería que lleva su nombre. Esto le ha pasado a Ansorena con el supuesto caravaggio. Faltan expertos, falta paciencia. Porque este es un negocio que viaja en el tiempo, pero que también se mueve en direcciones diferentes. Cortés consiguió atribuir una Sagrada Familia con San Juan, que algunos defendieron que era de la mano del maestro lombardo, a su legítimo propietario. De hecho, su autor era otro gran pintor, pero español: Juan Bautista Maíno. Como tal se vendió. “Y muy bien”, zanja Cortés.
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