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La crisis pone a prueba el alma de las empresas

A diferencia de lo ocurrido en la Gran Recesión, el salvavidas de los Estados ha permitido aguantar el zarpazo de la crisis. Sin embargo, cada vez más voces exigen a las empresas un cambio de actitud

Vista general del distrito financiero de Azca en Madrid.
Vista general del distrito financiero de Azca en Madrid.GETTY IMAGES

Y de repente, una nueva oportunidad para una forma distinta de entender la economía. La irrupción del coronavirus, una variable que nadie tenía en sus esquemas, ha desnudado el discurso de quienes creen —¿o creían?— que el mercado sería el bálsamo de Fierabrás, la cura cervantina de todos los males: los Estados han demostrado ser, en última instancia, los últimos diques de contención contra una crisis que pudo haber desencadenado un auténtico terremoto social. Es pronto para cantar victoria, pero el paso al frente de los poderes públicos en Occidente ha evitado un seísmo de consecuencias imprevisibles: aunque la desigualdad ha subido, los programas de mantenimiento del empleo (ERTE, en su versión española) han contenido el zarpazo para millones de familias; las ayudas y rescates a empresas han impedido una destrucción sin precedentes del tejido productivo; los fondos europeos, un nuevo esquema impensable hace solo un año, prometen una salida más social de la crisis. El sálvese quien pueda de hace una década, en fin, no tiene cabida hoy.

Todo el peso de la crisis ha recaído sobre unos únicos hombros: los de las Administraciones. Los más liberales se acostaron alérgicos con lo público y amanecieron keynesianos, y las voces contrarias a la respuesta fiscal y masiva sin precedentes han quedado silenciadas. Pero el “gasten cuanto puedan”, la directriz de la mismísima directora gerente del FMI –por décadas guardián de las esencias de la ortodoxia–, no puede ser indefinido. Llegará el día, no muy tarde, en el que los Gobiernos tendrán que empezar a limitarse en el uso de la chequera. Y será en ese momento, cuando terminen los ERTE y se abra el periodo en el que las empresas puedan volver a despedir, cuando se verá si la sensibilidad del sector privado también es otra esta vez.

Las consecuencias de la crisis se dejarán sentir por años. La sombra alargada de los Estados será mayor que antes del virus, con participaciones heredadas en empresas estratégicas y con las manos más libres que nunca para desarrollar una política industrial que ha brillado por su ausencia en las últimas décadas. Y será, ante todo, la hora en la que se demostrará si aquel lema rimbombante del “capitalismo inclusivo” ha llegado para quedarse o si no es más que una —otra— mera campaña de mercadotecnia. “A la corta, el objetivo de las empresas es sobrevivir y en este contexto es lógico que así sea, pero a la larga lo que pesa es salir del bache de una manera social y ambiental respetuosa”, esboza Daniel Arenas, coordinador del Grupo de Investigación en Responsabilidad Social de la Empresa de Esade, que recuerda que hoy, a diferencia de hace unos años, la presión viene del consejo y de la junta de accionistas.

El grueso del sector privado ha sufrido un zarpazo importante sobre su cuenta de resultados, mayor en proporción que en crisis pasadas: en España, los datos de contabilidad nacional del Instituto Nacional de Estadística apuntan claramente en esa dirección. Pero el salvavidas del Estado —menor que en otros países europeos— también le ha permitido a la mayoría subsistir en lo más duro de la crisis. “Está bien haber hecho mascarillas durante la crisis, pero es el momento de hacer algo más”, reclama Antonio Argandoña, profesor de Ética de la Empresa en la escuela de negocios IESE. “Tienen que aprovechar esta oportunidad para tomarse en serio su responsabilidad, sobre todo después de que el peso de la crisis social y económica haya recaído en el Estado. Es cierto que es el que tiene la obligación, pero las empresas tienen que ponerse detrás y decir qué pueden hacer. Me ha faltado un poco eso: ponerse detrás y apoyar. Esa reacción colectiva no la he visto, al menos en el caso español”.

El clamor es cada vez más grande y el consenso cada vez más unánime. Lo era ya antes de la pandemia, y lo será aún más en la salida: falla la conducta de las grandes corporaciones en la distribución del excedente empresarial. Se necesita un nuevo contrato social para que el reparto sea más equitativo. Y para frenar el auge del populismo que resurge por el malestar ciudadano. Ya nadie lo duda, sostiene Antón Costas, catedrático de Política Económica de la Universidad de Barcelona, ni las distintas corrientes académicas, ni los políticos ni la propia Iglesia: “En el momento en que la economía falla en el compromiso de generar oportunidades para todos, vemos una sociedad inquieta y enfadada que da legitimidad a una política más autoritaria”, argumenta.

La idea no es nueva. Pero ha ido calando en las corporaciones desde que en 2019 la Business Roundtable, la organización que agrupa a las mayores empresas estadounidenses, y el consejero delegado de BlackRock, Larry Fink, se comprometiesen a actuar y a invertir bajo criterios medioambientales, sociales y de buen gobierno y no solamente en pro de la maximización de los beneficios. Una corriente que llegó al Foro de Davos en 2020 y que el propio papa Francisco ha refrendado a principios de diciembre haciendo un llamamiento a las empresas para que abracen el capitalismo humanista. Sobre todo tras los estragos causados por la pandemia y la billonaria respuesta surgida de los organismos multilaterales y de los propios Gobiernos.

Capitalismo humanista, capitalismo inclusivo, capitalismo consciente, capitalismo social… los adjetivos con que se bautiza a la economía del bien común se extienden por el mundo. Y reflejan tanto que el modelo actual está agotado como que vivimos un punto de inflexión, aprecia Diego Isabel, director de NESI y cofundador de la Fundacion Global Hub for the Common Good.

“La ética ha entrado en las organizaciones y el milagro es que se juntan dos ríos que parecían muy separados, el del humanismo y el de la economía. Es un cambio increíble”, sostiene Iñaki Ortega, director de Deusto Business School en Madrid, “que acaben convergiendo en torno a los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la ONU las empresas y hasta los mercados, que no tienen alma. Vamos a ver si da resultados”. Las empresas, completa Kurt Desender, profesor de la Universidad Carlos III, “lo tendrán que demostrar y no quedarse solo en las buenas palabras: son ya muchos ejemplos de lo fácil que es hablar y no tanto actuar. Ya no va a ser tan sencillo no cumplir lo que se dice”.

Porque los intentos han sido incontables. Como dice la filósofa Adela Cortina, “llevamos mucho tiempo hablando de moralidad en la empresa, de responsabilidad social corporativa, pero las declaraciones no están a la altura de los hechos. Porque a la hora de actuar otros intereses egoístas entran en juego. Ese es el gran problema de la sociedad. Y por el que hay que dar guerra a las empresas. Tienen que darse cuenta de que es mejor cooperar que competir y trabajar por el bien común”.

Cortina cree que es una necesidad imperiosa que las corporaciones pongan sus beneficios encima de la mesa para combatir los efectos de la covid. “Mantener y crear empleos es lo mejor que pueden hacer en este momento, uno de los mayores beneficios para la sociedad. Es fundamental la reestructuración interna de las grandes empresas para que nadie se quede atrás. Es una obligación moral”, asegura.

La empresa española va por este camino, indica Federico Linares, presidente de EY España, y durante la pandemia ha demostrado su contribución social, no solo donando equipamiento médico y ayudando a los más desfavorecidos sino invirtiendo ingentes cantidades de dinero en la preservación del empleo, que en otros tiempos se habría destruido. EY participa en el Consejo para el Capitalismo Inclusivo, una agrupación de grandes empresas e inversores creada en 2017, a la que el Papa –que en sus últimos textos alaba el trabajo de Mariana Mazzucato, una de las referencias actuales de la economía heterodoxa– acaba de dar un espaldarazo de legitimidad con un alegato en favor de un “capitalismo moral”.

A diferencia de otros movimientos, esta entidad se ha trazado unos compromisos específicos que son evaluados periódicamente. Compromisos para contribuir al bienestar social y medioambiental que las compañías integrantes ya habían recogido previamente en sus estrategias de negocio, si bien han sido reforzados desde su incorporación a esta organización, indica Linares. Como la propia consultora dice que ha hecho en 2020 al invertir 450 millones de dólares en la formación de sus trabajadores en el mundo.

“Hay que conseguir una base económica más inclusiva y confiable. Y eso es lo que quiere impulsar el Vaticano al recibir al Consejo para el Capitalismo Inclusivo”, sostiene Paloma Real, directora general de Mastercard en España. La multinacional de medios de pago es otra de sus integrantes y su líder mundial, Ajay Banga, el ideólogo del denominado cociente de decencia laboral. Real cree que ha llegado el momento de que las empresas contribuyan a un sistema más equitativo y eficiente: “Ahora con la covid no hay excusas”.

“Pero si todas las grandes compañías dicen que son sostenibles y hay más emisiones de gases de efecto invernadero, es que están mintiendo. Si dicen que tienen sueldos equitativos y existe brecha salarial de género, es que están mintiendo”, afirma Diego Isabel, que cree que el reto es medir, pero los lobbies empresariales se han encargado de que no haya indicadores estandarizados de evaluación de su gobernanza en Europa. “El salto del voluntarismo a la transparencia todavía no se ha dado ni parece que se vaya a dar a corto plazo”, asegura.

“Aunque las empresas deberían redistribuir sus beneficios para combatir la pandemia, tengo muy poca confianza o ninguna de que vaya a ser así”, señala Carlos Martín, director del Gabinete Económico del sindicato CC OO, porque “cada vez hay mayor concentración del poder económico y un debilitamiento de la democracia. En España lo vemos con las fusiones en el sector financiero. Cuando bancos y constructoras, que pagan un 3% de impuestos sobre beneficios, paguen un 15%, empezaré a creerme las cosas”, zanja. “El discurso de la RSC [responsabilidad social corporativa] no ha tratado este tema hasta ahora, y es una debilidad y un error: no se ha visto que ser responsable tendría que ser, también, ser responsable desde el punto de vista fiscal. Incluso si es legal, muchas empresas han seguido buscando atajos”, apunta Arenas, de Esade. Lo verdaderamente patriota, decía recientemente en estas páginas Yuval Noah Harari, uno de los grandes pensadores de nuestros días, que lo verdaderamente patriota es pagar impuestos. Es el momento de que muchos demuestren que ellos también lo son.

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