Los riesgos del trabajo doméstico: “Los jefes piensan que somos como Superman”
El gremio de empleadas del hogar, que afronta con frecuencia situaciones de peligro y maltrato, recibe con cautela las últimas medidas aprobadas por el Gobierno en materia de seguridad y prevención laboral
Delia Honzi, paraguaya de 58 años, ha limpiado ventanales altos con medio cuerpo fuera, ha trepado escaleras para podar árboles y ha levantado aspiradoras que le “partían la espalda”. Es trabajadora del hogar en Madrid desde hace 18 años —como otras 595.000 personas en España según la última Encuesta de Población Activa— y estas son algunas de las arriesgadas tareas que le ha tocado hacer sin las medidas de protección necesarias. Honzi también recuerda la noche en la que el lavavajillas de una casa en la que trabajaba ardió en llamas. No la despertó una alarma contra incendios, sino su empleador. Le tocó la puerta del sótano mal ventilado en el que vivía y le pidió que subiera a la segunda planta a recoger a los niños. “Los jefes piensan que somos como Superman, alguien que debe hacer lo que ellos quieran y cuando quieran”, afirma.
Los peligros a los que en ocasiones se ven expuestas las trabajadoras del hogar impulsaron al Gobierno a aprobar el martes de la semana pasada un real decreto que amplía la normativa de prevención de riesgos laborales para este gremio. El documento establece la obligatoriedad para los empleadores de proporcionar equipos de protección adecuados a sus empleadas (alrededor de un 90% de este colectivo laboral lo conforman mujeres) y de evaluar ellos mismos los riesgos en sus domicilios. Para tal fin, el Instituto Nacional de Seguridad y Salud en el Trabajo (INSST) desarrollará una herramienta online en un plazo de diez meses.
Edith Espinola, portavoz de la organización Servicio Doméstico Activo (Sedoac), que defiende los derechos de este colectivo de trabajadoras, le da un punto de credibilidad al nuevo instrumento, pero sostiene que para su agrupación sería mejor “que se hicieran inspecciones en las casas”. También aplaude que se pretenda equipar correctamente a sus compañeras, “como se hace con cualquier oficinista, al que le dan un ordenador y un escritorio”. Aunque aún tiene algunas dudas: “¿Quién dice que no nos descontarán del salario lo que nos tengan que dar?”
Katerin Fernández, peruana de 39 años, recuerda el mal trago que pasó hace un año. Recibió una mascarilla delgada para hacer una limpieza profunda, pero no fue suficiente para frenar los gases que desprendía el producto químico que debía usar. “Me fui de la casa indispuesta, me ardían mucho los ojos y me dolía la cabeza”, relata. Episodios de este tipo, y situaciones en las que se sacrifica la salud por el trabajo, forman parte del día a día de muchas empleadas del hogar. Raquel Bogado, nacida en Paraguay hace 36 años, padecía de dolores fuertes en la mano y el antebrazo después de jornadas extensas de planchado de ropa en una casa. Aguantó el dolor a punta de calmantes, hasta que no pudo más y acudió a consulta. Le diagnosticaron principios de síndrome del túnel carpiano. Honzi tiene escoliosis. A veces, cuando le duele la espalda, piensa en aquella jefa que le hacía bajar tres plantas cargada de maletas cuando se iba de viaje.
Caer enferma es uno de los temores más grandes para estas trabajadoras. Bogado repite una frase que es bien conocida entre sus colegas: “Si te enfermas no comes, si no vas a trabajar otra ocupará tu lugar”. Sabe de lo que habla. Después de faltar un día al trabajo a causa de una bronquitis severa, su empleadora la despidió, acusándola de inventarse el cuadro pese a contar con un parte médico. “En muchos casos te contagias en la misma casa”, apunta Liz Enríquez, peruana de 42 años. Su jefa la obligó a atenderla mientras padecía la covid. “No se le acercaba ni el esposo, pero ella me hacía trabajar y no le gustaba usar mascarilla”, detalla.
Según la normativa recién aprobada, el Sistema Nacional de Salud (SNS) ofrecerá a estas empleadas una revisión médica voluntaria cada tres años. A juicio de Sedoac, la periodicidad trienal es insuficiente para un gremio “tan precarizado”, que en agosto registró una media de 358.244 afiliadas a la Seguridad Social. El contraste de estos datos con los de la EPA, sugiere un mercado sumergido de aproximadamente el 40%.
“Las invisibles”. Así las llamó la pasada semana la vicepresidenta segunda de Gobierno y titular de Trabajo, Yolanda Díaz, durante el anuncio de las nuevas medidas. Así es como prefiere permanecer Julia (nombre ficticio) por miedo a represalias por parte de sus empleadores. Ella lleva dos años trabajando en régimen de interna. No sabe de vacaciones o festivos. Gana 900 euros al mes y trabaja alrededor de 14 horas diarias, de lunes a domingo. Recién llegada de Perú junto a su hijo adolescente, sin documentos, encontró un empleo en la casa de dos adultos mayores en Toledo. Los recibieron a ambos, algo poco común, por eso teme no encontrar otro techo que los acoja. “Si estuviera sola, ya me hubiera ido, pero lo hago por él”, dice en alusión al menor.
Otro temor que las empleadas expresan con frecuencia es el de quedar en la calle. Patricia Simón, de 48 años, llegó a Madrid en 2023 desde México. La trajo una familia de su país para la que ya había trabajado durante 15 años allí. Le prometieron salario y vivienda por un año. “Me lo pusieron todo muy bonito, pero me despidieron a los siete meses con el pretexto de que no tenía papeles”, señala. “Compraron mi boleto para un fin de semana. ‘Te vas el domingo’, dijeron”. Simón no abordó el vuelo y exigió los tres meses de sueldo adeudado más la paga del resto del año. Cuenta que después de amenazar con recurrir a la justica, accedieron a pagar. No fue la única vez que le pasó. Una tarde regresó de la iglesia y no pudo entrar al nuevo domicilio en el que trabajaba. Tras la puerta estaba toda su vida, sus pertenencias y sus ahorros. La jefa la cesó de improvisto y sin justificación. Recuperó todo con ayuda de la policía y puso una demanda. Simón tuvo suerte de tener una amiga que la acogiera en ambas ocasiones, pero en un sector en el que la mayoría de los puestos los ocupan migrantes no siempre se cuenta con una red de apoyo.
Peligro de acoso y violencia sexual
Al margen de estos casos extremos, la realidad para todo el colectivo es que desarrollar su actividad en un espacio doméstico privado provoca una especial indefensión para estas trabajadoras. Espinola, la portavoz de Sedoac, asegura que las situaciones de abuso o explotación “son más comunes de lo que se cree”. Apunta que, apenas unas horas antes, ha atendido a una mujer que escapó del domicilio en el que trabaja porque “se le había metido el señor desnudo al cuarto para decirle que le tenía que dar cariño”. En su organización esperan que el protocolo contra el acoso aprobado la semana pasada junto con el resto de medidas sea efectivo. Asegura que quienes lo diseñen tienen un gran reto por delante, dada la dificultad de reglamentar conductas en domicilios particulares. “Para las compañeras es difícil reunir las evidencias, en un contexto donde muchas veces no hay testigos”, afirma.
Julia aguantó un puntapié y varios tocamientos por parte del adulto al que cuidó hasta que falleció hace unos meses. “El abuelo era bien grosero, me metió la mano como cuatro veces”, confiesa. Ella le comentó la situación a su jefe, el hijo de su agresor, pero este se quedó de brazos cruzados: “Me dijo que no se daba cuenta de lo que hacía, que estaba mal de la cabeza, y ya está”. También es víctima de otro tipo de violencia. La señora a la que todavía atiende no tiene reparos en insultarla. “A veces dan ganas de llorar cuando te lastiman, pero yo lo manejo sola y prefiero no preocupar a mi familia”, lamenta. Bogado opina que “la ley está, pero hay muchos que no la quieren cumplir” y lamenta que deba ser obligatorio por ley “dar lo mínimo que merece un ser humano”.
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