Los problemas de la renta mínima: apuntes para un diseño adecuado
El proyecto del ingreso mínimo vital debe tener en cuenta algunas cuestiones importantes para no llevarse por delante las buenas intenciones
La supuesta ausencia de una renta mínima en España se ha convertido en un lugar común en los análisis sobre la protección social en nuestro país. En realidad, cada comunidad autónoma tiene su propia renta mínima; no obstante, lo cierto es que, en muchas de ellas, su exigüidad —en prestaciones y en colectivos protegidos (limitados por requisitos que intentar frenar esencialmente los desplazamientos desde otras comunidades)— no alcanza a frenar la pobreza.
Nuestro sistema de protección social está adecuadamente articulado en las prestaciones que se financian con cotizaciones (desempleo, pensiones) y en cambio es más débil en las que se financian con impuestos. Como consecuencia, la pobreza se cronifica tras las sucesivas crisis y para los sectores sociales más alejados del mercado de trabajo —las capas exteriores de la “cebolla” laboral—, la pobreza es un riesgo ante cada traspié económico. El ejemplo más claro del empeoramiento del sistema es la reconversión de las ayudas por hijo de la Seguridad Social hacia un sistema de protección a las familias pobres, que supuso el comienzo en nuestro país de un aumento de la pobreza infantil, concentrado en las familias monomarentales en las que no ha habido nunca padre o en las que el padre conocido se ha desentendido de sus obligaciones económicas.
A la hora de rediseñar adecuadamente el sistema de protección social, la primera cuestión, por tanto, es identificar correctamente el problema. Normativa sobre rentas mínimas o prestaciones que garanticen un ingreso mínimo a sectores concretos abunda. No faltan tanto prestaciones como recursos para financiarlas y coordinación territorial para evitar que algunos de los requisitos inicialmente bienintencionados acaben dejando fuera a una parte importante de los potenciales destinatarios.
Además, hay otros problemas. El elevado coste, según los detractores de la medida, multiplicará la “picaresca”, debilitará los actuales niveles de protección contributiva y anulará la solidaridad de la sociedad civil y las competencias autonómicas. Las buenas intenciones pueden acabar allanando el camino del fraude y la recentralización. Algún comentario merecen estas cuestiones.
Los costes de la medida: reducir la “picaresca”
La primera cuestión que surge al hablar de rentas mínimas es, inevitablemente, la de su coste. En su Estudio sobre los programas de rentas mínimos en España, publicado en 2018, la AIReF estimaba el coste de la medida (o al menos, de su propuesta) en 5.500 millones de euros anuales, de los cuales habría que descontar 2.000 millones por lo que suponen en reducción de duplicidades. La información que hasta ahora conocemos sobre el ingreso mínimo vital que está diseñando el Gobierno habla de un coste de 3.000 millones y un alcance de hasta un millón de hogares.
Sin conocer aún los detalles del cálculo, lo cierto es que estas estimaciones levantan algunas dudas. Cuando en el recién constituido Ministerio de Asuntos Sociales elaborábamos los primeros estudios sobre las pensiones no contributivas, manteníamos como objetivo no llegar nunca a 500.000 beneficiarios, y diseñamos la prestación adecuada a ese límite. Me temo que esa operación ahora ni se ha hecho ni es siquiera planteable, pero esto exigiría, como veremos ahora mismo, al menos otro tipo de medidas que favorezcan la eficacia y la eficiencia.
Existe, por tanto, una necesidad imperiosa de acordar medidas de respaldo financiero a la renta mínima. En este sentido, una Contribución General que se pague con un porcentaje muy reducido sobre todos los ingresos sería, en mi opinión, la mejor opción, pero debe ir asociada a mecanismos eficaces para que la “picaresca” no aumente.
Nuestro sistema de protección social actual es una fábrica de fraude: ayudamos a la gente con cantidades reducidas, pero incompatibles con otros ingresos. Ello induce a que los beneficiarios renuncien, en muchas ocasiones, a declarar algunas actividades. Así, tenemos desempleados que están ocupados, viudas y subsidiadas que no cotizan como empleadas de hogar para no perder prestaciones o la gratuidad de los medicamentos, etc. Para que esto no aumente con la renta mínima, habría que adoptar dos tipos de medidas complementarias:
● Establecer en la normativa alguna compatibilidad temporal para los beneficiarios. La Iniciativa Legislativa Popular que dio origen a la actual propuesta de renta mínima pretendía incrementar las prestaciones no contributivas para el desempleo, dejando de lado a los centenares de miles de personas inempleables temporal o estructuralmente, pero al menos partía de un cierto control inicial: un desempleado es alguien que se ha inscrito en un registro y está sometido a los determinados controles previstos en la legislación. La definición de un colectivo de beneficiarios sustancialmente más amplio no puede prever como control el simple cruce de datos entre Administraciones. Como ya se ha señalado en numerosas ocasiones, un sistema de protección social tiene como una moneda, dos caras —, las prestaciones y el control—, y, como una moneda, es imposible que sea de ley en una cara y falsa en la otra. Parece que la propuesta que hará pública el Gobierno en las próximas semanas sí que contempla algún tipo de compatibilidad.
● Excluir los ingresos más bajos de la tributación cuando complementen prestaciones sociales igualmente reducidas. En algunos casos, el temor a Hacienda se traduce en que personas que normalmente no tendrían carga fiscal no declaran ingresos porque, al pasar de una fuente de ingresos a dos, deben hacer la declaración y siente pavor sobre el control (arriesgándose a enfrentarse a un sistema tributario que cada vez nos controla mejor).
Definir el colectivo de beneficiarios
No estamos hablando de ampliar los subsidios no contributivos de desempleo, ni de establecer una prestación de cuidado de hijo reforzada, sino de atender a las múltiples tipologías familiares de la pobreza, coyunturales y estructurales, que necesitarán de apoyo temporal, por un periodo breve o dilatado, o permanente. Una norma de naturaleza puramente asistencial que otorgue rentas de sustitución es, a la vez que un gran avance, una gran oportunidad para definir una política estructural contra la pobreza.
El Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones está elaborando estudios que van ya por una docena de tipologías de familias que teóricamente podrían ser beneficiarias de un ingreso mínimo vital. Algunas tienen problemas de protección estructurales, como personas enfermas o con discapacidad que tienen difícil acomodo en el mercado de trabajo. Otras necesitarían de un trabajo previo a la prestación. Es el caso de numerosas personas afectadas de sinhogarismo, a las que debemos garantizar, a la vez que un lugar de acogida, un programa de “reindividualización”, porque carecen de lo más básico: documento nacional de identidad, certificado de estudios, tarjeta sanitaria… Los voluntarios que atienden a estas personas en Madrid se han encontrado con gente gravemente enferma que tenía derecho no solo a la atención, sino también a prestaciones de incapacidad permanente de la Seguridad Social, pero que habían perdido sus referencias de documentación. En el caso del establecimiento de la renta mínima, o encontramos una forma razonable de garantizar la prestación a este colectivo, en el que hay una parte significativa de personas con adicción al alcohol y otras drogas, problemas de salud mental, etc., o vamos a dejar fuera de la aplicación de la norma de partida a decenas de miles de personas.
Nada podría ser más letal para la medida que la percepción de que, después de su puesta en marcha, sigue habiendo un colectivo importante de personas excluidas golpeadas por la pobreza. Ello exige, para que la medida pueda aplicarse en condiciones, de un gran acuerdo entre todos los niveles de la Administración.
La espinosa cuestión de las competencias de cada Administración
En realidad, si estamos diseñando un programa que se refiere a hogares familiares, de diferente tipología, unidos por una característica común —la carencia de ingresos suficientes—, estamos describiendo un programa de asistencia social, lo que, de acuerdo con la Constitución española de 1978, es competencia de las comunidades autónomas. Los problemas del diseño constitucional de la protección social ya han sido comentados por los especialistas hasta la saciedad. Baste señalar que el asunto no era sino una prioridad secundaria en la redacción del texto, y que la falta de claridad y la mezcolanza de términos han originado, por ejemplo, que los andamiajes que ha habido que construir para medidas como las pensiones no contributivas y las prestaciones de la Ley de Autonomía Personal y Atención a la Dependencia recorran tortuosos caminos administrativos. En las pensiones no contributivas (PNC), las CC. AA. reconocen las prestaciones que paga el IMSERSO por delegación, con lo que la partida se refleja tanto en los presupuestos del Estado como en los de las comunidades autónomas. En las prestaciones de la Ley de Dependencia (LAPAD), la falta de definición en los límites de las ayudas ha convertido su ejecución presupuestaria en un asunto infernal.
En todos los casos en los que se ha producido litigio entre las CC. AA. y la Administración central, el Tribunal Constitucional ha dado la razón a las comunidades autónomas, de la misma forma que ha respetado la competencia del Estado en la cuestión relacionadas con las pensiones públicas. El primer caso que recuerde se refirió a las ayudas que concedía el Instituto de la Mujer, obligando el TC a que su importe se traspasara a las comunidades, sentando el principio (que no debería olvidarse ahora) de que financiar una actuación no convierte a la Administración financiadora en competente sobre la materia. El caso más reciente, por otro lado, ha consagrado a través de varias sentencias el derecho de las CC. AA. a realizar el reparto del 0,7% del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas destinado a “otros fines de interés social”. La última de esta serie de sentencias fue acompañada de una durísima advertencia del Tribunal Constitucional que motivó que el Gobierno, tan reticente a ello tanto en la época del PSOE como la del PP, acabara aviniéndose a un acuerdo que ha dejado en manos de las Comunidades Autónomas la distribución del 80% de los fondos destinados a estos “otros fines de interés social”. De estas cuatro sentencias interesa recordar, para el tema que nos ocupa, un significativo apartado de los fundamentos jurídicos de la primera:
Atendiendo a las pautas de algunos instrumentos internacionales, como la Carta Social Europea, la asistencia social, en sentido abstracto, abarca a una técnica de protección situada extramuros del sistema de la Seguridad Social, con caracteres propios, que la separan de otras afines o próximas a ella. Se trata de un mecanismo protector en situaciones de necesidad específicas, sentidas por grupos de población a los que no alcanza el sistema de Seguridad Social, y que opera mediante técnicas distintas de las propias de ésta. Entre sus caracteres típicos se encuentran, de una parte, su sostenimiento al margen de toda obligación contributiva o previa colaboración económica de sus destinatarios o beneficiarios, y de otra, su dispensación por entes públicos (sentencia TC 36/2012 de 15 de marzo).
¿Quiere esto decir que no cabe regulación alguna de la asistencia social en el ámbito competencial del Estado? En el caso del 0,7% del IRPF, hasta los programas más conectados con competencias estatales están siendo distribuidos por las comunidades autónomas, con la excepción de la cooperación al desarrollo. En el caso de los colectivos susceptibles de recibir beneficios del ingreso mínimo vital que se proyecta, en algunos casos ya reciben prestaciones que se conceden en el ámbito de la Seguridad Social, sin que hasta ahora se haya impugnado la competencia. Pero esto no permite augurar en modo alguno que una regulación del Estado, ignorando las competencias de las comunidades, pueda sortear los criterios defendidos hasta ahora por el Tribunal Constitucional.
Un último problema, renta personal y familiar, y una conclusión general
De todo lo escrito hasta ahora se deduce la necesidad de un acuerdo real y profundo, no simplemente formal, entre las diferentes Administraciones. Sin ese acuerdo, el control sobre algunos de los colectivos de beneficiarios será muy insuficiente, y el aumento de la picaresca lastrará el apoyo social a la medida. Pero además debemos reseñar una última cuestión, y no precisamente la menos relevante. El ingreso mínimo vital va a generar una nueva prestación con base en la renta familiar dentro de un sistema en el que las dos principales ayudas no contributivas (los subsidios no contributivos de desempleo y los complementos a mínimo de pensión) tienen como base los ingresos personales, no la renta familiar. Y solo un trabajo de conjunto puede evitar nuevos agravios comparativos.
El estudio de la AIReF ya preveía sin demasiado detalle la eliminación de duplicidades. El problema se va a plantear desde otro punto de vista con el agravio comparativo: ¿por qué razón van a denegarse solicitudes de renta mínima cuando en función de normativas de desempleo o de pensión se conceden recursos públicos a personas con ingresos superiores?
Para un diseño de futuro, compatible con los momentos de mayor y menor holgura económica, la creación de la renta mínima debe servir para dar pasos en el desarrollo de una red de servicios sociales que aborde todos los problemas de la pobreza en conjunto y que aporte soluciones globales. Sería importante que las reuniones entre comunidades, el Gobierno y la Federación Española de Municipios y Provincias (FEMP) pudieran alumbrar un nuevo Plan Concertado, que logre un sistema de servicios sociales capaz de aunar ayudas de diferentes Administraciones.
En resumen, pues, debemos habilitar una nueva financiación, abordar todas las causas que desincentivan la declaración de actividades, crear incentivos fiscales para el empleo y las viviendas para las familias protegidas, distribuir los diferentes niveles de responsabilidad entre comunidades, ayuntamientos, ONGs y Gobierno, encajar la nueva prestación dentro de un bosque de ayudas concedidas con otros criterios, y reforzar los servicios sociales, públicos y de iniciativa social para que no queden lagunas de protección ni espacios de “picaresca”. Esto “solo” es lo importante. Lo urgente es hacer aparecer de la nada un sistema de ayudas para quienes no reciban ninguna prestación a la salida de la pandemia, que llevan semanas malviviendo de rentas muy reducidas que, en muchos casos, acabarán con el Estado de alarma.
“Dixi et salvasi animam meam”
* Octavio Granado, ex secretario de Estado de la Seguridad Social y analista de la Fundación Alternativas
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.