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OPINIÓN / JOSÉ CARLOS DÍEZ
Columna
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El secreto del éxito

En España la institución familia sigue teniendo fuertes lazos de arraigo impropios de un país desarrollado

José Carlos Díez
Dos jóvenes pasean esta mañana por un parque de Madrid.
Dos jóvenes pasean esta mañana por un parque de Madrid. Emilio Naranjo (EFE)
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España vivió en 2008 la crónica de una muerte anunciada. Muchos economistas anticiparon la salida del euro al no tener la competitividad suficiente para volver a crecer dentro de la moneda única. Otros hacían escenarios de japonización manteniendo la tasa de ahorro de las familias en el 20% de su renta en 2009, y ahora está en el 5%. Se hablaba de estancamiento secular, y la inversión en equipo de las empresas ya está en máximos históricos por encima de los niveles de 2008.

Algunos economistas destacamos que la economía española ha demostrado ser muy agradecida desde 1959, tras el Plan de Estabilización de apertura al comercio internacional y la eliminación gradual del sistema de planificación de precios, salarios y tipos de interés. Hay muchas causas que explican este fenómeno, pero hay una idiosincrásica de la sociedad española: en España la institución familia sigue teniendo fuertes lazos de arraigo impropios de un país desarrollado.

Los españoles aprendemos desde niños a respetar a nuestros mayores. Y de padres a hijos se transmite la sana ambición de conseguir que los hijos vivan mejor que sus padres. Cuando este progreso generacional está en riesgo la sociedad convulsiona, hay crisis política y se aprueban las reformas necesarias para que continúe el progreso social. En la crisis, los abuelos redistribuyeron su pensión pública a los más perjudicados por la crisis, lo cual supone una red de protección muy resistente.

Esto ayuda a explicar los sacrificios de los padres para que nuestros hijos tengan buena educación. Y esa inversión en capital humano ha sido determinante para explicar el progreso de España en las últimas décadas. Aún hay mucho fracaso escolar y se concentra en familias sin estudios y de baja renta. Por lo tanto, aún hay margen para aumentar el capital humano y la renta por habitante en el futuro.

Esa obsesión para que nuestros hijos vivan mejor que nosotros ayuda a explicar la elevada capacidad de adaptabilidad al cambio de la sociedad española. Nos adaptamos a la globalización en 1959 con el Plan de Estabilización tras una autarquía extrema. A la democracia tras una dictadura de cuatro décadas, sin violencia y con una transición referente para otros países. A la Unión Europea y al sistema de mayor seguridad jurídica del mundo.

Desde 1975 hemos doblado el empleo no agrícola y hemos triplicado el gasto social por habitante. El problema en España no es el crecimiento sino la calidad y la estabilidad del mismo. Creamos empleos de baja productividad en empresas con escaso contenido tecnológico, y eso explica nuestra diferencia de renta y de salarios con los países más desarrollados. En las recesiones, nuestra tasa de paro supera sistemáticamente el 20%, algo que no sucede en ningún otro país del mundo.

Hay reformas económicas pendientes: primero, desarrollar el ecosistema de innovación; segundo, diseñar un marco de relaciones laborales del siglo XXI que mantenga el crecimiento pero disminuya la volatilidad; y tercero, conseguir que el sistema financiero canalice el ahorro a empresas innovadoras y no sólo al ladrillo.

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