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Columna
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¡Españoles! ¡A las cosas, a las cosas!

En España crecemos por acumulación de factores, pero no porque los combinemos de forma efectiva

Rafael Ricoy

En Meditación del pueblo joven, el libro que reúne las conferencias que Ortega y Gasset pronunció en 1939 durante su tercer viaje a Argentina, se puede leer su archiconocido exordio: “¡Argentinos! ¡A las cosas!”. Los programas electorales me lo han recordado. Decía Ortega: “Acaso lo esencial de la vida argentina era eso: ser promesa”. La lectura de los programas también puede llevar a pensar que todo es un puro afán que se consume en sí mismo. Un no parar de propuestas en las que, en el mejor de los casos, los buenos propósitos sustituyen a la estrategia.

El refranero español dice que de buenas intenciones está empedrado el camino del infierno. Y, efectivamente, la realidad es muy terca. A cualquiera que analice la evolución de la economía española en las últimas cuatro décadas, lo primero que le saltará a los ojos es que el crecimiento a largo plazo de la renta per cápita ha pasado del 3% que registrábamos todavía en los primeros años del siglo XXI al 1% de hoy. Si en lugar del pasado se mira el futuro, la estimación más reciente del crecimiento potencial es de un 1,7% frente al 3,8% de 2007.

Es cierto que esta tendencia es un rasgo compartido por las economías desarrolladas, pero también lo es que en España presenta una inusual intensidad. Por eso no avanza el proceso de convergencia real con Europa. Hoy tenemos frente a EE UU el nivel de renta relativa que ya habíamos logrado en 1990 —un 64%—, y lo mismo nos ocurre con Alemania, país con el que nuestra renta relativa ha retrocedido hasta el nivel que logramos por primera vez hace 22 años, un 75%. Hay muchos factores que explican por qué esto ocurre, pero uno resume a todos: el crecimiento de la productividad de la economía española está estancado desde los años noventa. Crecemos por acumulación de factores —más inversión, más trabajo, quizá más capital humano—, pero no porque los combinemos de forma más eficiente, que desafortunadamente es la única forma de crecer en el largo plazo.

Y aquí no se acaban las desdichas. El funcionamiento de nuestros mercados de bienes, de servicios y de trabajo, nuestro sistema educativo, el tamaño de nuestras empresas o nuestras políticas de competencia o de innovación, por poner algunos ejemplos, no solo nos impiden crecer más, sino que nos conducen a un patrón de distribución de la renta muy desigual.

Según los datos de la OCDE, con cifras de 2013, España es el cuarto país desarrollado más desigual antes de impuestos y transferencias. Las barreras de entrada en muchos de nuestros mercados de bienes, servicios y de factores —¿en qué otro país del mundo se hubiera podido mantener una tasa anual de desempleo que desde 1980 nunca ha bajado del 8,2%?— llevan mucho tiempo protegiendo los derechos y oportunidades de unos a costa de los que forzosamente se quedan fuera. Y eso no sale gratis. Su reflejo es una sociedad más desigual y segmentada, con menos objetivos comunes y que además crece menos de lo que podría.

La mala noticia para los que creen que todo se soluciona con ajustes en los tipos impositivos —al alza o a la baja— es que la evidencia disponible nos advierte que tampoco en esto hay atajos: los países más igualitarios de la OCDE después de impuestos y políticas públicas también son aquellos que exhiben mayores niveles de igualdad predistribución. Poco productivos y crecientemente desiguales no es la combinación más apropiada de problemas para andar experimentando con la política económica. Pero la arrogancia todavía puede ser peor. Quien piense que el bajo crecimiento de la productividad total de los factores, la elevada desigualdad predistribución y la moderada capacidad redistributiva de nuestras políticas públicas son fenómenos independientes lleva mucho tiempo sin entender, o sin querer entender, lo que está ocurriendo en la economía y en la sociedad global.

Keynes escribió que lo que más odian los Gobiernos es estar bien informados de las consecuencias de sus decisiones porque eso las hace menos arbitrarias, pero más complejas. Pero para salir del laberinto en el que nos hemos metido hace falta generosidad y que nuestros representantes se comprometieran antes de adoptar cualquier medida económica a someterla a un triple test: ¿mejora la productividad?, ¿reduce la desigualdad?, ¿cómo vamos a medir sus efectos? Porque volver a ocuparse de las cosas que realmente importan —productividad y desigualdad— con políticas basadas en la evidencia debería ser la única prioridad de este país.

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