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Tribuna
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La desigualdad asesina a la democracia

El populismo nacionalista, xenófobo e iliberal es tanto una amenaza como una oportunidad

Antón Costas

Si la economía va bien, ¿por qué el populismo autoritario continúa ganando apoyo social y amenazando las democracias liberales? La razón, a mi juicio, es que el crecimiento ya no trae progreso social para todos sino, especialmente, para una nueva aristocracia del dinero que tiene todos los vicios de la vieja aristocracia pero no alguna de sus virtudes como la de "nobleza obliga". Es decir, el compromiso con los más débiles.

Son numerosas las voces que alertan de la amenaza que significa el populismo autoritario, identitario y nacionalista para la democracia. La última, la del presidente francés Emmanuel Macron. En su intervención ante el Parlamente europeo habló de Europa como un continente dividido entre "democracias iliberales" que amenazan con desguazar el proyecto común y las "liberales" que han de escuchar "la cólera del pueblo". Y de la aparición de una forma de "guerra civil" en las sociedades europeas.

¿Cuáles son las causas del apoyo electoral al populismo iliberal? Hay dos explicaciones: una de tipo cultural, otra de raíz económica.

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La explicación cultural viene a decir que ese apoyo se debe a la reacción de grupos de la sociedad que se sienten amenazados en su identidad y condiciones de vida por las políticas de los gobiernos liberales y socialdemócratas. En particular, el reconocimiento de derechos civiles y sociales a las minorías y las políticas permisivas con la inmigración. El hecho de que en países en los que la economía va bien, como Polonia o Estados Unidos, ganen apoyos dirigentes populistas nacionalistas y xenófobos parece apoyar este argumento.

La explicación económica pone el foco en la desigualdad. El argumento es que la expansión de la democracia después de la Segunda Guerra Mundial fue el resultado del buen funcionamiento de las economías de posguerra en términos de progreso social y reducción de la elevada desigualdad de preguerra. En sentido contrario, en la medida en que desde los años ochenta la desigualdad volvió a aumentar, el apoyo a la democracia liberal comenzó a caer. Los datos electorales y de encuestas de opinión de diversos países dan apoyo a esta idea. Las dos explicaciones no son antagónicas, pero la económica tiene, a mi juicio, mayor capacidad explicativa.

¿Por qué la economía ya no trae progreso para todos? En mi opinión, porque se ha roto el contrato social de posguerra mediante el cual los grupos a los que les iba bien con la economía de mercado se comprometieron a apoyar a los que les iba peor pagando impuestos para financiar el nuevo Estado social. España construyó un contrato social de este tipo con los Acuerdos de la Moncloa de 1977 y la Constitución de 1978. Ese contrato social hizo posible la democracia y sirvió de cemento para una sociedad que continuaba teniendo elevados grados de desigualdad.

Ahora la economía no distribuye bien entre salarios, sueldos y beneficios; el Estado redistribuye mal con los impuestos y gastos; y la mala gestión macroeconómica de la crisis por los gobiernos de la zona euro ha provocado la mayor recesión y caída del empleo en tiempos de paz. El resultado es que, aunque vaya bien, la economía ha roto el vínculo virtuoso con el progreso social.

La cuestión importante no es tanto por qué la redistribución del Estado funciona mal, sino por qué la economía ya no distribuye bien la renta entre salarios de los trabajadores, sueldos de los altos directivos y beneficios de los accionistas. Sobre esta cuestión hablaré en otra ocasión. Lo que ahora me interesa señalar es que la caída de los salarios y el paralelo aumento estratosférico de las retribuciones de los altos ejecutivos ha generado una nueva aristocracia del dinero que tiene todos los vicios de la vieja aristocracia de la tierra pero no su sentido del compromiso social. Esta nueva aristocracia del dinero, cosmopolita y falsamente meritocrática (nacida de las finanzas, las corporaciones globales y los nuevos monopolios digitales), considera que la desigualdad es el estado natural de las cosas. De ahí que practique la abstinencia emocional con los que se quedan atrás. Esta conducta ha roto el contrato social.

Así las cosas, el populismo nacionalista, xenófobo e iliberal es tanto una amenaza como una oportunidad. Una oportunidad, como pide Macron, para que las democracias liberales escuchen la "cólera del pueblo" y pasen al terreno político que ahora está ocupando el populismo iliberal. En este sentido, el buen populismo puede ser la solución. De lo contrario, el aumento de la desigualdad acabará asesinando las democracias liberales.

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