La gran recesión democrática
Lo habitual es demonizar a los dirigentes populistas, pero en nuestra sociedad existe una demanda de populismo
Los días finales de cada año son propicios para hacer balance y formular nuevos propósitos para el futuro. Siguiendo esta costumbre, pienso que vale la pena preguntarnos por cuál ha sido la principal herida que nos ha dejado la crisis financiera que se inició hace ahora una década con la llamada crisis de las hipotecas subprime. Y tratar de ofrecer algunas propuestas para cicatrizar esas heridas.
La respuesta más común es que el principal daño fue la Gran Recesión económica mundial de 2008-2009. Una recesión que en el caso del área del euro se prolongó sin solución de continuidad hasta el 2013, como consecuencia de la nefasta gestión de la crisis de deuda griega por parte de las autoridades monetarias y fiscales europeas. Diez años después, todas las economías europeas han vuelto al crecimiento y se han recuperado los niveles de actividad de antes de la crisis. Los pronósticos son de que ese crecimiento continuará en 2018. Desde este punto de vista, podemos decir que hemos dejado atrás una década perdida, y que la herida económica se ha cerrado.
Pero este análisis, con ser cierto, es parcial. Es más, no toma en consideración otras dimensiones e impactos de esa crisis que siguen con nosotros y que son, a mi juicio, más importantes, duraderos y dañinos que la propia recesión. Era posible intuir que iba a ser así. En 2010 coordiné y publiqué un libro colectivo titulado La crisis de 2008. De la economía a la política y más allá (Colección Mediterráneo. Fundación Cajamar). La idea era que aquella crisis financiera no iba a ser una más, como las que habíamos visto en la segunda mitad del siglo XX, sino que tendría consecuencias graves para las democracias.
Hoy se puede afirmar que ha sido así. A mi juicio, la más grave consecuencia de la crisis de 2008 es lo que podríamos llamar la “Gran Recesión democrática” que se ha instalado en nuestras sociedades. Podemos ponerle una fecha de inicio. Fue el 23 de junio de 2016, cuando los británicos fueron consultados, en referéndum convocado por el primer ministro conservador David Cameron, acerca de si querían seguir siendo parte de la UE. Decidieron salir. Después, en noviembre de ese mismo año, el triunfo de Donald Trump en las presidenciales norteamericanas vino a confirmar que estábamos ante el retorno de formas de populismo político que podían traer graves daños para las democracias liberales.
Esos dos acontecimientos pusieron de manifiesto que en el seno de nuestras democracias liberales se ha inoculado un fuerte resentimiento por parte de todos aquellos que se ven como los perdedores de una etapa cosmopolita que les dejó atrás, en la cuneta del paro y la carencia de oportunidades. A ese resentimiento, que viene del sentimiento de abandono de unos, se une la ansiedad y el miedo al futuro de otros que, aún teniendo empleo e ingresos, se sienten inseguros frente al paro tecnológico que puede traer la disrupción digital que estamos viviendo.
Lo habitual es demonizar a los dirigentes populistas. Pero en el seno de nuestras sociedades existe una demanda de populismo. Los que se sienten inseguros y desvalidos buscan líderes autoritarios que les protejan y ofrezcan parar esos fuertes vientos de cambio. Y como ocurre en cualquier otro mercado, allí donde hay una demanda política insatisfecha aparece una oferta. En este sentido, el populismo político es, a la vez, causa y consecuencia de la Gran Recesión democrática en que han entrado nuestras sociedades.
Algunos analistas han visto 2017 como el año en que los votantes europeos han puesto freno al populismo en países como Francia y Alemania. Pero se trata de un espejismo. El populismo ha venido para quedarse. Al menos, mientras las fuerzas políticas, los parlamentos y los gobiernos democráticos no sepan dar una respuesta a esa demanda social. Hasta ahora han llevado a cabo reformas económicas. Pero sin equidad social no hay eficiencia económica.
Al contrario de lo que ha ocurrido con la crisis financiera de 2008 y la gran recesión económica que le siguió, que ha llevado a los gobiernos, a la UE y a los organismos internacionales a poner en marcha nuevos instrumentos de regulación y de políticas de intervención para salir de la crisis, no se ha hecho nada similar para hacer frente a la Gran Recesión democrática. Sin nuevos instrumentos y políticas sociales, permanecerá mucho tiempo con nosotros.
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