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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Ecos de la Historia

En toda disputa puede llegar un punto en que algo más fuerte —el odio, la rabia, el orgullo a menudo disfrazado de dignidad— se impone a la razón

El presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, el viernes
El presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, el viernesJuanjo Martin (EFE)

Se atribuye a Mark Twain la frase “la Historia no se repite, pero rima”. Los más recientes episodios de la relación entre el Gobierno de la Generalitat y el del Estado le hubieran confirmado en su opinión. Aún a quien, como el que escribe, sabe muy poca historia, no deja de sorprenderle cuánto se parecen entre sí los momentos en que las relaciones entre los dos Gobiernos han alcanzado su punto más bajo.

Tomemos como ejemplo el más conocido, el del sitio y la toma de Barcelona por las tropas al mando del duque de Berwick en 1714, considerado por muchos como un hito en la lucha de Cataluña por su independencia. Como sucede con todos los acontecimientos considerados trascendentales, hay muchas versiones de este; tomo la mía del excelente librito de Henry Kamen, España y Cataluña (2014), y me limito a los últimos días de un sitio que duró más de un año.

El ejército mandado por Berwick era muy superior a las fuerzas con las que podía contar Barcelona para su defensa. Por ello ofreció Berwick una rendición honrosa. El ofrecimiento fue rechazado, y el sitio duró hasta Septiembre de 1714, cuando la situación se hizo desesperada para los sitiados, y el día 11 el Conseller en Cap, Rafael de Casanovas, se enfrentó a un cruel dilema: si capitulaba, frustraba a todos aquellos ciudadanos que habían resistido hasta entonces; si los reunía para un nuevo asalto, los enviaba al matadero. La solución adoptada puede compararse con las relativas a la declaración de independencia por parte del presidente Puigdemont: hizo publicar un bando en que se daba una hora a los resistentes para que se reunieran para “derramar gloriosamente su sangre y vida por su Rey (Carlos III), por su honor, por la Patria y por la libertad de toda España”; si terminado ese plazo no respondían a la llamada rendiría la ciudad, como así sucedió. Pero durante meses Barcelona había mantenido una resistencia sin sentido. La historia, como ven, rima, por lo menos hasta ahora.

Nos deja una lección: en toda disputa puede llegar un punto en que algo más fuerte —el odio, la rabia, el orgullo a menudo disfrazado de dignidad— se impone a la razón. Es posible que, para una parte de la sociedad catalana, ese punto haya llegado.

No terminan aquí los parecidos. En sus memorias, Berwick escribió: “Si los ministros y generales del Rey de España (Felipe V) hubieran sido más comedidos en su lenguaje, Barcelona habría capitulado inmediatamente (…); pero como en público no hablaban de otra cosa más que de saqueos y ejecuciones, la gente acabó furiosa y desesperada”. Para los que vivimos en Cataluña, la descripción de Berwick cuadra muy bien con la actitud del Gobierno del Estado durante los cinco últimos años.

Estamos en lo que puede ser la tarde del 11 de Septiembre de 1714. Por favor, esforcémonos todos en no repetir la Historia.

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