¿Qué les pasa a los republicanos?
Si hubiese dos partidos patriotas en EE UU, la destitución de Trump ya estaría en marcha
Paul Ryan celebró una conferencia de prensa el miércoles tras la revelación de que Donald Trump había presionado a James Comey para que abortase la investigación sobre Michael Flynn (ya saben, el tipo al que Trump nombró asesor de seguridad nacional a pesar de que su equipo sabía que se estaban investigando los sospechosos vínculos extranjeros de Flynn).
Enfrentado a las preguntas sobre el escándalo de Flynn y el cese de Comey, Ryan las despachó diciendo: "No me preocupan las cosas que están fuera de mi control".
Podría parecer una filosofía razonable, a no ser que uno sepa que Ryan es presidente de la Cámara de Representantes, un cuerpo legislativo con la facultad de emitir citaciones, obligar a prestar testimonio y, sí, someter al presidente a un proceso de destitución. De hecho, según la Constitución, Ryan y sus compañeros del Congreso son efectivamente el único control sobre un jefe del Ejecutivo corrupto.
Sin embargo, ha quedado tristemente claro que los republicanos no tienen intención de ejercer ninguna supervisión real sobre un presidente que, evidentemente, sufre inestabilidad emocional, da la impresión de tener problemas cognitivos e imita muy bien a un agente de una potencia extranjera hostil.
Antes unos malos resultados en los sondeos de opinión, es posible que hagan algún ademán de exigir responsabilidades, pero no hay nada que dé a entender que a alguna figura importante del partido le preocupe suficientemente la Constitución o el interés nacional como para pronunciarse.
Y la gran pregunta que deberíamos hacernos es cómo ha llegado a ocurrir. A estas alturas sabemos quién y qué es Trump, y nos hacemos una buena idea de lo que ha estado haciendo. Si tuviésemos dos partidos patriotas en el país, ya estaría en marcha el proceso de destitución. Pero no los tenemos. ¿Qué les pasa a los republicanos?
Evidentemente, no puedo ofrecer aquí una teoría completa, pero sabemos bastante sobre el panorama general. En primer lugar, los republicanos son políticos profesionales. Y sí, también la mayoría de los demócratas. Pero los dos partidos no son iguales.
El Partido Demócrata es una coalición de grupos de interés, con algunos puntos de vista comunes pero también con muchos conflictos, y los políticos logran avanzar haciendo concesiones y encontrando soluciones aceptables.
En cambio, el Partido Republicano es una rama de una estructura monolítica, el movimiento conservador, con una ideología rígida: reducción de impuestos a los ricos por encima de todo lo demás. Otras de las ramas de la estructura son unos medios de comunicación cautivos que en todo momento reproducen como loros la línea del partido. Comparen la información de Fox News sobre los últimos sucesos políticos y la de casi todos los demás medios; hablamos de niveles de realidad alternativa propios de Corea del Norte.
Y esta estructura monolítica –espléndidamente financiada por un pequeño número de familias muy, muy ricas– recompensa la fidelidad absoluta y, de hecho, insiste en ella. Es más, la estructura lleva mucho tiempo instalada: hace 36 años que Reagan salió elegido, y 22 desde que Gingrich se hiciera con el Congreso. Lo que esto significa es que casi todos los republicanos del Congreso actual son apparatchiks, criaturas políticas sin otro principio elevado que la lealtad al partido.
El hecho de que el republicano fuese un partido de apparatchiks fue un factor crucial en las elecciones del año pasado. ¿Por qué Marine Le Pen, a menudo retratada como el equivalente francés de Trump, perdió por un enorme margen? Porque los conservadores franceses no estaban dispuestos a ir tan lejos; sencillamente no podían apoyar a una candidata de cuyos motivos y preparación desconfiaban. Sin embargo, los republicanos apoyaron a Trump en bloque, sabiendo perfectamente que carecía por completo de preparación, sospechando firmemente que era un corrupto e intuyendo incluso que podía estar a sueldo de los rusos, simplemente porque había una "R" de republicano junto a su nombre en la papeleta.
Y ni siquiera ahora, cuando el asunto Trump/Flynn/Comey empeora por momentos, se ha producido una significativa ruptura de filas. Si están esperando encontrar la versión moderna de Howard Baker, el senador republicano que preguntó "qué sabía el presidente, y cuándo lo supo", pierden el tiempo. Esos hombres dejaron el partido hace mucho tiempo.
¿Significa esto que Trump podrá mantenerse en el cargo a pesar de los múltiples escándalos y de los abusos de poder? Lo cierto es que sí, podría hecerlo. La respuesta probablemente dependa de las próximas elecciones parciales: los republicanos no se volverán contra Trump a no ser que se convierta en una carga política de tal calibre que haya que echarlo.
Y aunque Trump se vaya, de una manera u otra, la amenaza para la República distará mucho de haber desaparecido. De un modo perverso, deberíamos considerarnos afortunados de que Trump sea tan terrible como es. Piensen en lo que ha hecho falta para llegar a este punto: su adicción a Twitter, su extraña lealtad a Flynn y el afecto hacia Putin, la descarada explotación de su cargo para enriquecer a su familia, y las transacciones comerciales, fuesen las que fuesen, que evidentemente intenta encubrir al negarse a hacer públicas sus declaraciones de impuestos.
El caso es que, dada la naturaleza del Partido Republicano, estaríamos bien encaminados hacia la autocracia si el hombre que ocupa la Casa Blanca tuviese aunque fuese un poquito más de autocontrol. Es posible que Trump se haya destruido a sí mismo; pero el riesgo de que el país se convierta en un régimen autoritario aún existe.
Paul Krugman es premio Nobel de Economía.
© The New York Times Company, 2017.
Traducción de News Clips.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.