Un futuro a la deriva
La integración global vive una transformación de resultado incierto. Los Estados vuelven a levantar barreras comerciales y el FMI ya no ve los controles de capital como un tabú
El proceso de integración global está sufriendo cambios tan profundos y radicales que cada vez surgen más dudas sobre su futuro. Los expertos no se ponen de acuerdo en si se trata del inicio de una nueva fase globalizadora, que traerá nuevos mimbres y protagonistas a la escena global, o si es cierto, como se preguntaba el economista Dani Rodrik en 1997, que la globalización ha ido demasiado lejos y ha emprendido una inevitable marcha atrás. Un fenómeno, el de la desglobalización, que de forma prolongada solo se ha producido en el periodo de entreguerras y que podría tener “peligrosas consecuencias a largo plazo”, a juicio de Federico Steinberg, investigador principal del Real Instituto Elcano.
La crisis financiera de 2008 provocó el mayor frenazo en la marcha del comercio internacional desde la II Guerra Mundial, pero, ahora que la economía ha vuelto a la senda del crecimiento, ni el comercio ni los flujos de inversión han recuperado su ritmo previo a la crisis. “La desaceleración de la integración económica desde la crisis financiera no es simplemente un fenómeno cíclico”, asegura desde Londres Michael Pearce, de Capital Economics.
Hay razones de fondo que explican ese frenazo comercial: el paulatino cambio de modelo de crecimiento en China, el descenso en el consumo de materias primas y la fuerte caída de precios de estos productos. Aunque, como argumenta Daniel Gros, director del Centro Europeo de Estudios Políticos, la globalización también afecta a muchos otros epígrafes, como las transacciones financieras, el turismo o el intercambio de información, que no se contabilizan apropiadamente en las estadísticas comerciales.
Las barreras puestas en marcha por el G 20 con la crisis afectan al 4,6% del comercio mundial
Sin embargo, la crisis ha provocado un aumento del proteccionismo que, aunque lejos de las barreras impuestas en los años treinta tras la Gran Depresión, tiene consecuencias directas sobre la economía. Solo en el último año, Estados Unidos y la Unión Europea han aplicado aranceles a determinados tipos de acero en China. Rusia ha impuesto sanciones sobre diversos productos occidentales en respuesta a las represalias comerciales por la invasión de Crimea, mientras que Argentina, Brasil, China, India e Indonesia son los países que han adoptado mayor número de medidas restrictivas. Según la Organización Mundial del Comercio (OMC), las barreras puestas en marcha por los países del G 20 con la crisis y que aún están en vigor afectan al 4,6% del comercio mundial y su valor asciende a más de 850.000 millones de dólares. “Eliminar esas barreras podría impulsar el PIB global en 423.000 millones de dólares al año y promover la creación de nueve millones de empleos”, asegura la organización empresarial que se reúne en el marco de las cumbres del G 20.
No es la única bandera que ha caído. En pleno auge de la globalización, en los años ochenta y noventa, el Fondo Monetario Internacional (FMI) consideraba anatema los controles de capital, que juzgaba incompatibles con el libre comercio. Sus defensores sostenían que el aumento del comercio creaba un número cada vez mayor de compañías de dimensión global y una reducción de las restricciones a la propiedad extranjera que exigían crecientes flujos de capital entre países. Eso explica que a finales de los años noventa la inversión extranjera directa creciera a una tasa anual del 4,5%. Ahora esos ritmos se han reducido al 2% y los controles de capital han dejado de ser tabú, no solo en Brasil o en India, sino también en Suiza o Dinamarca. Incluso el FMI adoptó una nueva “posición institucional” en 2012 en la que admitía que “no se puede dar por hecho que la plena liberalización sea un objetivo apropiado para todos los países todo el tiempo”.
El creciente apoyo a partidos y políticos de corte populista ha alentado esos temores proteccionistas. La retórica de las primarias estadounidenses se ha vuelto inequívocamente proteccionista entre los candidatos de ambos partidos. Tanto que la Casa Blanca ha iniciado una campaña para intentar ratificar antes de finales de año el Acuerdo de Asociación del Pacífico (TPP, por sus siglas en inglés) que su Gobierno firmó en febrero con otros 11 países y garantizar así su legado comercial. Hay politólogos que sostienen que los Estados de EE UU más afectados por los efectos disruptivos del comercio son aquellos con los senadores y congresistas más extremistas.
En Europa, con la espada de Damocles de la salida de Grecia del euro aún sobre la cabeza, la crisis de los refugiados ha provocado un aumento de los controles fronterizos externos y la suspensión, al menos temporal, de la libre circulación de personas en algunos países. El próximo 23 de junio, Reino Unido celebra un referéndum donde la población decidirá si permanece o no en la Unión Europea y parte del apoyo al Brexit surge por la oposición al libre movimiento de trabajadores. “El año 2015 ha supuesto un punto de inflexión en el largo camino de la integración económica y política en Europa, que puede incluso revertirse”, advertía esta misma semana la agencia Standard & Poor’s en una nota a clientes.
La internacionalización ha propiciado la bonanza económica, pero también las desigualdades
Los economistas discrepan sobre muchos temas, pero hay un relativo consenso entre ellos en favor del libre comercio. Los mayores periodos de expansión económica, explican, han ido precedidos de un impulso a la liberalización comercial. Y si uno analiza la evolución de los ingresos por habitante a nivel global desde mediados de los años ochenta hasta hoy, la globalización ha propiciado “el mayor crecimiento de la renta per capita desde la revolución industrial y la primera reducción de la desigualdad global en 200 años”, reconoce Branko Milanovic, profesor de la City University de Nueva York y autor de La desigualdad global: un nuevo enfoque para la era de la globalización. Pero eso, a su vez, ha ido acompañado de “un aumento de las desigualdades a nivel nacional” y de un estancamiento, e incluso de una pérdida de renta, especialmente en los países desarrollados. Un desempeño positivo a nivel global, apunta Milanovic, puede tener justo las consecuencias contrarias a nivel doméstico.
Eso permite explicar el rechazo que generan nuevos acuerdos comerciales regionales, como el que negocian Estados Unidos y la Unión Europea, entre la población y cómo eso complica su aprobación. Rodrik y Milanovic defienden que, sin medidas por parte de los Gobiernos para compensar a los perdedores de la globalización, el desenlace fatal es inevitable.
“No creo que nos vayamos a cargar la globalización como en 1914, pero es cierto que hay una confluencia de factores peligrosa: si los partidarios del Brexit ganan en el referéndum de junio en Reino Unido, eso provocaría además que seguramente algunos países europeos como Holanda podrían ir detrás; si Marine Le Pen gana las elecciones en Francia o si lo hace Donald Trump en Estados Unidos, el proceso de integración sin duda se verá frenado. Pero no creo que ocurra”, apunta Steinberg.
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