¿Es bueno o malo que los precios bajen?
Las familias ganan poder adquisitivo, pagar deudas se complica y sigue el riesgo de deflación
¿Es bueno que los precios bajen? A bote pronto, para un consumidor, la respuesta es un sí rotundo. Para una empresa, se parecería más a un depende: si compensa la reducción de márgenes con un aumento de ventas; o si logra rebajar costes en mayor medida, entonces sí. Y puede que mucho, si gana cuota de mercado.
La respuesta se hace más compleja si se interroga sobre una economía en su conjunto. La preocupación de analistas y organismos internacionales, como el Fondo Monetario Internacional o el Banco Central Europeo, por la deflación, o incluso, por la baja inflación, apuntan a que la bajada de precios puede llegar a ser un mal negocio para los países europeos más afectados por la crisis, como España.
La primera intuición, en general, es buena. Sobre todo, aquí y ahora. En los últimos años, la mayoría de las familias españolas, cuyos ingresos dependen de salarios o prestaciones como las pensiones, han visto caer su poder adquisitivo. Esencialmente, por el enorme impacto que ha tenido el paro en los ingresos de muchas de ellas, pero también porque salarios y pensiones apenas crecen. La pérdida de poder adquisitivo se acentúa si, al mismo tiempo que su renta disponible baja (y aquí ha jugado también un papel destacado la histórica subida de impuestos), los precios de las cosas que compran aumentan.
Al contrario, una inflación contenida limita la pérdida de poder adquisitivo. Y si los precios bajan, se puede dar la circunstancia de que, en promedio, se pueden comprar más productos y más servicios que hace un año pese a que nos hayan congelado el salario o la pensión. Que es, precisamente, lo que le ha ocurrido a muchos españoles.
Además de esta perspectiva individual (micro), hay un punto de vista agregado (macro), que jugaría en favor de los países más afectados por la crisis, como España. Porque la moderación salarial (o, en muchos casos, el recorte de salarios) y de precios es un objetivo de la política económica del Gobierno, que pretende así recuperar la competitividad perdida respecto a otros países centrales, como Alemania. La idea sería que, esos precios más competitivos facilitarían que España exportase más y dependiese menos de las importaciones. Es, en todo caso, una respuesta controvertida, porque el factor precio no es el único determinante de las exportaciones y las importaciones.
Lo malo empieza a asomar cuando esos mismos argumentos se llevan al extremo. Las empresas se ven forzados a bajar precios porque la demanda es muy débil, con las familias al límite por los efectos combinados del paro, la subida de impuestos y la congelación salarial. Si a eso se le suma un abultado volumen de deuda que pagar, el incentivo a gastar lo menos posible es obvio. Muchas aplazaran sus grandes decisiones de gasto (cambiar de electrodoméstico, hacer un viaje) y esperarán nuevas bajadas de precio, que las empresas no tendrán más remedio que hacer para intentar reactivar la demanda. La espiral deflacionista se acelera porque eso obliga a reducir costes, lo que se traduce en más despidos, o menos salarios. En definitiva, en menos ingresos familiares. Y vuelta a empezar.
Una inflación moderada suele ser señal de que también suben las rentas salariales y empresariales
Una espiral deflacionista agrava cualquier crisis. Más aún en países, de nuevo como España, que necesita generar ingresos públicos y pagar sus deudas. Porque, precisamente, la inflación sería uno de los mejores aliados para esos dos objetivos. Una inflación moderada suele ser señal de que también suben las rentas salariales y empresariales, con las que se pagan las deudas, cuyo importe, sin embargo, no se ve afectado directamente por la variación de precios. Lo mismo ocurre con los impuestos: su recaudación aumenta si lo hacen las rentas salariales y empresariales.
El FMI o el Banco de España creen que el riesgo de que la economía española sufra una deflación -una caída tan persistente y generalizada de los precios que llegue a modificar las expectativas de familias y empresas-, es limitado, aunque no inexistente. Sí preocupa, y mucho, que la baja inflación se haya instalado en la Zona euro. Entre otras cosas porque la ganancia de competitividad que se pretende con el ajuste salarial y de precios apenas compensaría si en países centrales, como Alemania, con tasas de paro en mínimos históricos, la inflación tampoco crece. O porque el proceso de desapalancamiento de las deudas acumuladas en países en situación vulnerable se demoraría mucho más de lo aconsejable, lo que tiene importantes implicaciones en el sector financiero.
Pero, sobre todo, porque una baja inflación prolongada, o lo que en el lenguaje del Banco Central Europeo sería un aumento anual de precios muy por debajo del 2 % anual, como ocurre ahora, no es otra cosa que un síntoma de la debilidad de la demanda, de la incapacidad para hacer llegar las multimillonarias inyecciones de liquidez a la economía, del mal funcionamiento de la banca, de que las expectativas no acaban de despegar. En suma, no es otra cosa que mantener, aún, la puerta abierta a la temida deflación.
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