El lío de las balanzas fiscales
Obtener un saldo equilibrado exigiría recurrir a un patrón redistributivo neutro
Hace apenas unos pocos días se publicaba en EL PAÍS un artículo titulado “¿Dónde están los 16.000 millones?”. En el mismo, sus autores desmitificaban el recurrente alegato de una determinada comunidad autónoma sobre el supuesto expolio que viene padeciendo, para llegar a otra conclusión radicalmente distinta. Lejos de ese déficit, el superávit era de 4.105 millones de euros. ¿A qué puede obedecer tan acusada diferencia? Intentaré explicarlo. La balanza fiscal no es más que un instrumento a partir del cual se pueden analizar las relaciones financieras existentes entre una concreta Administración regional y los niveles superiores de Gobierno, con el fin de indagar acerca del sujeto que soporta la carga fiscal del Estado y aquel que se beneficia de los servicios suministrados por este. Así, una determinada región sería contribuyente neto cuando el nivel de impuestos satisfechos por sus residentes fuese superior al volumen de gasto público del que se benefician. Conceptualmente, la cuestión es relativamente sencilla, pero cuando se trata de ponerle el cascabel al gato afloran inevitablemente las dificultades, tal y como ha demostrado la teoría de la incidencia económica a través de algunos de sus más eminentes estudiosos (Meerman, Musgrave, De Wulf, McLure o Gillespie). Es más, hay quien, no exento de razón, considera este propósito inútil y voluntarista, negando abiertamente la posibilidad de medir la incidencia territorializada de los gastos e ingresos públicos sobre los variados agentes económicos en los distintos mercados (de capitales, financieros, comerciales, etcétera), atendidas las alteraciones que dichos gastos e impuestos generan en el multiforme conjunto de variables económicas con las que dichos agentes operan.
Buena prueba de todo ello la constituye el serio problema generado por la aplicación de metodologías desiguales y procedimientos de estimación absolutamente heterogéneos entre sí que, al arrojar resultados muy dispares, atizan las ascuas de esa confrontación de cifras, utilizadas interesadamente para tergiversar o confundir a la opinión pública. Una atmósfera ideal para la dialéctica encendida, pues la política se halla artificialmente centrada en polémicas banales donde determinados partidos políticos se afanan por enfangar el debate con demagogia ramplona y ruido sectario que apele al componente visceral de su electorado, haciendo de un asunto serio como este, una bronca superficial y un griterío de meras consignas hueras de contenido y carentes de toda justificación. Así, por ejemplo, es obvio señalar que el horizonte o ámbito temporal en el estudio de las distintas variables que influyen en esas balanzas también reviste una influencia inequívoca, al resultar conveniente eliminar de los cálculos o estimaciones los efectos coyunturales derivados de la fase del concreto ciclo económico. Sin embargo, se ha aprovechado la dura crisis económica que padecemos para, interesadamente, apresurarse a evidenciar los supuestos agravios.
El sistema tributario registra marcadas singularidades regionales
Pero no solo eso, porque en el estudio de esas balanzas fiscales se presentan otros problemas nada desdeñables. El primero es la existencia de marcadas singularidades en nuestro sistema tributario, pues Canarias no aplica las Directivas Comunitarias del IVA; Ceuta y Melilla se hallan excluidas de la Unión Aduanera, y Navarra y el País Vasco presentan regímenes forales de notable especialidad. Por otra parte, no pueden obviarse tampoco las importantes carencias existentes en la información estadística, pues más de dos terceras partes de los datos necesarios para realizar los estudios no están regionalizados, y los gastos que sí muestran ese perfil territorializado, lo hacen con criterios meramente contables. Tres cuartos de lo mismo acontece con las cuentas de las propias Administraciones Públicas, carentes del necesario detalle que permita conocer los ajustes efectuados para pasar de la contabilidad pública a la contabilidad nacional. Asimismo, la localización de los bienes públicos puros, los gastos efectuados en el exterior por el Gobierno de la nación o la regionalización de los intereses derivados del endeudamiento de la Administración central resultan aspectos insoslayables en todo estudio serio que sesgan, inevitablemente, la cuantía y el signo de las balanzas fiscales. Manejar adecuadamente esos datos o no hacerlo en absoluto condiciona en buena medida las cifras finales resultantes.
Y todo ello por no hablar de la dificultad que entraña determinar si los gastos producidos en una determinada región circunscriben sus efectos a sus habitantes o benefician a los residentes de otras regiones. Es más, ese carácter territorial de las balanzas fiscales se compadece muy mal con la equidad a la que dicen servir, pues esta reviste una dimensión personal, toda vez que los que asumen el pago de los impuestos y se benefician de los gastos e inversiones no son otros que los individuos, y nunca los territorios. En tal sentido, le asistía la razón a James Buchanan cuando afirmaba que la igualación fiscal se ha de entender entre individuos y no entre jurisdicciones, pues de lo que se trata a la postre es de que todas las comunidades autónomas tengan igual volumen de gasto por habitante, cualquiera que sea su capacidad contributiva. Agotando el razonamiento —y creo que en este caso es imprescindible hacerlo—, resultaría imposible en la práctica obtener una balanza fiscal equilibrada, pues para ello resultaría necesario recurrir a un patrón redistributivo neutro (lo que presupondría un sistema tributario que se basase en el principio del beneficio) que no encuentra acomodo en la realidad, pues el artículo 31 de la Constitución Española establece otros criterios mucho más beligerantes, inspirados en la igualdad, progresividad y capacidad económica como los pilares que sustentan el deber de solidaridad que el pago de todo tributo comporta.
Es difícil determinar si los gastos de una región benefician solo a sus habitantes
Relacionada con esta cuestión de las balanzas fiscales se halla la recurrente queja sobre el nivel de inversión pública en las distintas comunidades autónomas. Efectivamente, el destino de muchas inversiones en infraestructuras se encuentra más ligado a criterios políticos que a análisis económicos serios. Dichas decisiones políticas lastran, paradójicamente, la cohesión territorial a la que dicen servir, pues el exceso de inversión en obra pública en las regiones más desfavorecidas suele provocar un exceso de stock de capital público, generando efectos de aglomeración y perjudicando con ello la solidaridad a la par que la eficiencia económica, razón por la cual resultaría mucho más rentable y eficaz la inversión dirigida a favorecer la convergencia tecnológica entre regiones a través de programas públicos de telecomunicaciones, Internet o formación de capital humano. Este sería, en realidad, el debate serio que habrían de plantearse las distintas formaciones políticas, pero no creo sinceramente que haya muchas dispuestas a asumirlo, camufladas por la humareda de la desinformación y parapetadas tras la barricada de las mutuas descalificaciones para seguir operando sin trabas en su mercado negro de manipulación de sentimientos y compraventa de favores y voluntades.
J. Andrés Sánchez Pedroche es rector de la Universidad a Distancia de Madrid.
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