Estrategias ante una América Latina fragmentada
Cualquier país europeo —y especialmente España— cometería un grave error de juicio si se persistiera en la consideración de América Latina como una región homogénea en lo económico, social y político por el solo hecho de que sus diferentes países estén estrechamente vinculados por el idioma, la cultura y su potencialidad de crecimiento y desarrollo. La región es en este momento un auténtico hervidero en el que afloran, de una parte, grandes y graves contradicciones, y de otra, movimientos estratégicos de agrupación de intereses que van a obligar a desplegar políticas de relación internacional mucho más selectivas en función de los distintos bloques y países que los integran. Esta visión poliédrica de América Latina interesa de manera especial y urgente a las inversiones empresariales y a los Estados que busquen intercambios comerciales. Hay, pues, que apartar la retórica del americanismo como un denominador común para comenzar a desarrollar acciones políticas y comerciales más sofisticadas.
El factor que altera la, hasta el momento, homogeneidad sudamericana es la formación de bloques, algunos enfrentados, y otros mixtos, que hacen más compleja la morfología política y económica de la región. Los Estados son, en último término, los que crean las condiciones habitables de un mercado propicio o no para la inversión. Más allá de una visión economicista, el mercado crea condiciones también para el desarrollo de sociedades democráticas porque incentiva la formación de clases medias que, a su vez, son el factor reproductor de una cultura política para controlar los poderes públicos, sancionar ética y legalmente la corrupción y ganar derechos sociales y políticos. Los países que formen Estados en los que la seguridad jurídica sea vertebradora de la economía de inversión —de manera singular, para garantizar aquellas inversiones a largo plazo con aportación intensiva de capital y tecnología— progresarán también en su institucionalización y, en consecuencia, en su estabilidad. Este proceso, complejo y con ritmos muy desiguales, se está produciendo en algunos países Latinoamericanos, pero no en otros que están próximos a la consideración de fallidos.
La Alianza del Pacífico es un bloque comercial (Chile, Colombia, México y Perú) que surgió en 2011 tras la Declaración de Lima y que, con sistemas políticos que tienden a converger en unos mismos valores y principios, pretende la integración regional, el desarrollo de la competitividad, el crecimiento y la libre circulación de bienes, servicios y capitales. Los cuatro Estados integrantes representan nada menos que el 50% del comercio de la región, con exportaciones de 551.000 millones de dólares e importaciones de 551.000 millones, ambas cifras correspondientes a 2012. La Alianza del Pacífico sería, desde una consideración hipotética, la octava economía del mundo con más de 200 millones de ciudadanos y el 40% del PIB de Latinoamérica. Su fuerza atractiva es extraordinaria porque, además de la muy probable próxima integración de Costa Rica, ha incorporado a una larga lista de países observadores, entre los que se cuentan España, Canadá, Australia, Francia, Japón o Nueva Zelanda. Lo esencial, con todo, no es solo su dimensión económica, sino, especialmente, la política y la estratégica. La propia denominación de la agrupación —la alusión al Pacífico— reitera que las naciones más dinámicas de América Latina, al dirigir su mirada hacia Asia, ganan centralidad en el planeta, pero lo hacen en detrimento de Europa, que quedaría en una posición muy diferente de la que ha tenido hasta el momento.
España debe liberarse de paternalismos que nos obligan a movernos sin la perspectiva necesaria
Mientras los países de la Alianza del Pacífico abren sus sistemas públicos a la conformación de mercados seguros con ritmos de crecimiento progresivos y han sabido y querido superar los apriorismos y los prejuicios respecto a las democracias occidentales europeas y respecto, también, al arraigado discurso del imperialismo de Estados Unidos, los Estados agrupados en ALBA-TCP (Alianza Bolivariana-Tratado de Comercio de los Pueblos) ofrecen una réplica distinta y enfrentada a los anteriores, y lo hacen con especial virulencia.
ALBA-TCP fue una iniciativa de Cuba y Venezuela que nació en 2004 y que, en palabras de fallecido presidente Hugo Chávez, tiene “como objetivo la independencia; como vía, la revolución; y como bandera, el socialismo” (declaración de 20 de abril de 2010). La incorporación a ALBA-TCP de Bolivia, Nicaragua y Ecuador (Honduras estuvo y salió) representa, en cierto modo, por las características de sus Estados, la segunda velocidad de desarrollo económico y político del subcontinente. Es un dato quizá menor, pero acaso sintomático: Vietnam es uno de los países observadores de esta agrupación, muy hostil a la Alianza del Pacífico, hasta el punto de que el presidente de Ecuador, Rafael Correa, ha llegado a afirmar: “Entraré en la Alianza del Pacífico cuando Alaska y Siberia tengan tratado”. Este bloque se perfila más como de carácter político que económico y comercial, aunque entre sus objetivos esté luchar contra la pobreza y la exclusión social, haciéndolo desde los presupuestos de la izquierda y bajo el liderazgo de la mortecina revolución cubana y la ahora impredecible vía bolivariana que impulsó Chávez. Ciertamente, hay porosidad política y económica con países integrantes de la Alianza del Pacífico (el reciente acuerdo de fronteras entre Colombia y Venezuela lo acredita), pero prima claramente la confrontación y una visión de Latinoamérica extraordinariamente diferente.
En este contexto, Mercosur, creado por Argentina, Brasil, Paraguay, Uruguay, Bolivia y Venezuela en el Tratado de Asunción de 1991, y que cuenta con asociados como Chile, Colombia, Perú, Ecuador, Guyana y Surinam, y observadores como México y Nueva Zelanda, es la agrupación más variada de todo el subcontinente. Su potencial es extraordinario, porque representa más del 80% del PIB de la región, agrupa a 275 millones de ciudadanos y sería el cuarto bloque económico del mundo. Sin embargo, su vitalidad y dinamismo no son comparables a los de la Alianza del Pacífico, y su activismo nada tiene que ver con el de ALBA-TCP. Por lo demás, Brasil, gran potencia de la región, ejerce un claro liderazgo no declarado y juega sus bazas a varias bandas, evitando compromisos cerrados que limiten su margen de maniobra. Por fin, Unasur (Unión de Naciones Suramericanas), agrupación que, precisamente, nació en Brasilia en mayo de 2008 y que pretende la integración regional y una identidad latinoamericana (agrupa a 12 Estados, con 400 millones de habitantes), termina por componer el puzle que complica una visión plana y amasada del subcontinente.
En este cuadro de situación, las políticas exteriores de Estados Unidos y de los Estados europeos, y de España en particular, requieren una estrategia nueva y diferente, contando que en ella juegan ya, y juegan fuerte, la potentísima China y otros países asiáticos, que representan para los Estados latinoamericanos una nueva frontera tanto para la exportación como para la importación y para los intercambios tecnológicos y energéticos (los más decisivos de nuestros días). La fragmentación de la región se ha producido en los primeros compases del siglo XXI, coincidiendo con grandísimas transformaciones en el planeta, siendo la principal la mancomunidad China-Estados Unidos en la hegemonía mundial, y el fenómeno demográfico en Asia y América Latina que se corresponde, en tiempos e intensidad, con la profunda recesión que estalló en septiembre de 2008 con el hundimiento de parte del sistema financiero norteamericano y europeo.
Estas consideraciones han de estar presentes en la XXIII Cumbre Iberoamericana de Panamá, que se reúne precisamente bajo el epígrafe discursivo de “el papel político, económico, social y cultural de la comunidad iberoamericana en el contexto mundial”. Una propuesta de debate para superar los tópicos, asumir la pluralidad de opciones de relación política y comercial en Latinoamérica en función de intereses que ya son menos coincidentes que antes y, acaso, para plantearse, por nuestro país, la necesidad de liberarnos de paternalismos, ataduras y herencias históricas que hoy en día nos condicionan y nos obligan a movernos en un entorno de crisis sin la perspectiva y la flexibilidad necesarias.
José Antonio Llorente es socio fundador y presidente de Llorente & Cuenca.
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