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Los restos del huracán

La economía mundial aún sufre los efectos de la quiebra de Lehman Brothers cinco años después

Un empleado de Lehman Brothers abandona la sede del banco en Londres
Un empleado de Lehman Brothers abandona la sede del banco en LondresANDREW WINNING (REUTERS)

Hace hoy cinco años, el suelo de Manhattan tembló en el número 745 de la Séptima Avenida. Al edificio que ahí se alza es donde señalan en los tours cuando los turistas preguntan por el epicentro de la mayor crisis financiera desde la Gran Depresión. Esa era la sede de Lehman Brothers. Ya hubo un serio avisó unas calles más abajo, en el 383 de Madison Avenue, la torre ocupada por Bear Stearns. Los dos rascacielos lucen ahora colores diferentes, los de sus nuevos dueños, Barclays y JP Morgan. Pero el mundo no se ha recuperado aún de aquel shock.

El origen de la crisis financiera se sitúa en la primavera de 2007, cuando el banco de inversión Bear Stearns advirtió que unas carteras que apostaban en deuda hipotecaria se fueron a pique. El léxico financiero se complicó de golpe, al quedar secuestrado por términos técnicos como subprime (préstamos de baja calidad), credit default swaps (CDS, el seguro que pagan los inversores para protegerse frente a las pérdidas) o mortgage backed securities (MBS, paquetes de inversión a base de hipotecas).

Todo estaba bajo control, decía la Reserva Federal. Hasta que Bear Stearns tuvo que ser rescatada un año después, el 24 de marzo de 2008, por JP Morgan Chase con la asistencia del Tesoro. Se optó por esa vía por tratarse de una entidad sistémica, clave para la economía, de las llamadas demasiado grandes para caer. No pasó lo mismo con Lehman Brothers, también hasta el cuello de deuda basura. En su caso no hubo red de seguridad, con lo que acabó protagonizando la mayor quiebra de la historia. Para evitar una suerte similar, Merrill Lynch optó por integrarse en Bank of America ese mismo día. El resto del mundo no tardaría en notar el temblor.

Una tras otra cayeron las piezas de un dominó que forzó a los Gobiernos a abrir el grifo de las ayudas para salvar sus sistemas financieros. Washington ofreció asistencia sin límite a las entidades hipotecarias semipúblicas Fannie Mae y Freddie Mac, salió en auxilio de la gigantesca aseguradora American International Group (AIG) y después lanzó el salvavidas nada menos que a Bank of America y Citigroup.

La Reserva Federal cifra en 12,6 billones de dólares la cantidad que movilizó para estabilizar el sector financiero, lo que equivale a más del 80% del PIB de 2007. Eso sin contar con unos tipos de interés estancados en el 0% desde diciembre de 2008 y tres rondas de estímulos que provocaron que el balance de la Reserva Federal se multiplicara por cuatro en cinco años, desde los 925.750 millones previos a la quiebra de Lehman.

Para salvar a la banca —y de paso, la economía— la Administración de George W. Bush creó un programa de asistencia a activos problemáticos (llamado TARP, sus siglas en inglés). El plan contó inicialmente con 700.000 millones de dólares, aunque el desembolso final fue de 418.000 millones. Parte del dinero se dirigió también hacia General Motors y Chrysler, para financiar su reflote. Cinco años después, la parte del plan de rescate correspondiente a la banca tiene unos beneficios de 27.600 millones.

Los excesivos riesgos asumidos por los bancos quedaron al descubierto

Muchas de las instituciones que recibieron ayuda no eran estadounidenses, como Société Générale, BNP Paribas o Deustche Bank. Las ramificaciones del sector financiero provocaron que la crisis se dispersara con rapidez por todo el planeta, afectando especialmente a las economías industrializadas, donde las vulnerabilidades y los excesivos riesgos asumidos por sus bancos quedaron completamente al descubierto. Eso forzó a los bancos centrales a abrir de forma coordinada líneas de liquidez en dólares, porque las cañerías del sistema financiero se quedaron literalmente secas.

La crisis financiera provocó la que se considera ya como la primera recesión planetaria: según datos del Fondo Monetario Internacional (FMI), el PIB mundial sufrió una contracción del 0,7% en 2009. En las economías avanzadas, el saldo negativo fue del 3,7%, mientras que los emergentes se convertían en los flotadores del crecimiento global.

La confusión sobre lo sucedido no se ha despejado del todo. La gran pregunta es qué habría pasado si se hubiera rescatado a tiempo el banco dirigido por Dick Fuld, uno de los villanos de la crisis. Lo más probable es que las cosas no hubieran sido muy diferentes. La bautizada como la Gran Recesión ya había comenzado en EE UU en diciembre de 2007, siete meses antes de la caída de Lehman. Fue la confluencia de varios factores la que la produjo: la concesión de préstamos por parte de los bancos a clientes que no lo merecían, el pobre trabajo de las agencias que ponen nota a la deuda, una regulación financiera laxa y una serie de incentivos públicos que animaron a que se prestara y se pidiera prestado. En otras palabras, el dinero fácil y el aparente exceso de liquidez hincharon la burbuja durante la expansión hasta explotar.

Si la desregulación financiera es uno de los factores que provocaron la catástrofe, se puede señalar entonces a varios responsables. El proceso se inició con el republicano Ronald Reagan, que gobernó en los años ochenta, aunque fue con el demócrata Bill Clinton, una década después, cuando se abonó el terreno a los excesos que llevaron a colapso de Lehman. Bajo su presidencia murió la Ley Glass-Steagall, que en 1933 había levantado un muro de separación entre la banca de inversión y la comercial para evitar que se produjera un crash bursátil como el de 1929.

También con Bill Clinton cobraron vida nuevas leyes que desregularon los contratos de futuros y forzaron a los bancos a conceder préstamos a propietarios con un pobre historial crediticio. Todo ello sucedió con Alan Greenspan al frente de la Reserva Federal y fue abrazado después por George W. Bush. El propio Greenspan admitió más tarde que el error fue confiar en que los bancos serían capaces de regularse a sí mismos.

Otros de los protagonistas de aquellos días fue Lawrence Summers, responsable del Tesoro con Bill Clinton, y ahora, el preferido de Barack Obama para ponerse al frente de la Reserva Federal cuando expire el mandato de Ben Bernanke a finales de enero. El aniversario de Lehman, de hecho, invita a muchos en Washington a revisitar su trabajo y analizar sus posibles conexiones con la crisis financiera. Si finalmente es propuesto para dirigir el banco central, muchos lo interpretarán como una vuelta al pasado. La candidatura de Summers, de hecho, da pie estos días a examinar si realmente se aprendieron las lecciones del colapso de Lehman y del efecto dominó que tuvo en jaque al resto de la economía mundial.

EE UU optó por tapar de inmediato la hemorragia de su sistema financiero

Una de las respuestas a la crisis en EE UU fue la Ley Dodd-Frank, una reforma del sistema financiero destinada a reforzar la supervisión de las grandes entidades y a obligarlas a elevar sus colchones de capital. Cinco años después, los reguladores aseguran que el sistema financiero es hoy más seguro, que el dinero del contribuyente está protegido y que en la próxima crisis las cosas se harán de una manera más ordenada, sin que domine el pánico. Sin embargo, la Ley Dodd-Frank y las nuevas normas internacionales no evitaron que el concepto de demasiado grande para caer siga siendo una realidad. Solo hay que ver el actual tamaño de JP Morgan, convertido en el mayor banco de EE UU, con unos activos superiores a los 2,5 billones de dólares.

Las cuatro mayores firmas financieras de EE UU son hoy un 30% más grandes que antes del colapso de Lehman Brothers. La aplicación de la nueva regulación financiera, que busca que los bancos sean más transparentes, va con retraso a escala internacional, mientras en paralelo se debate sobre la necesidad de levantar de nuevo un cortafuegos en el negocio de los grandes bancos, al estilo de la Ley Glass-Steagall, una iniciativa que se topa con el poderoso lobby de Wall Street.

Hay pocas dudas acerca de que la exigencia de una mayor liquidez a los bancos permita que tengan más margen para capear el próximo revés. Las pruebas de estrés, como las que realiza la Reserva Federal, están sirviendo para poner freno a lo que gastan los bancos para tener contentos a los accionistas. Además, la regulación financiera cubre ahora a más entidades, y la Fed cuenta con poderes adicionales para actuar. A escala global, el FMI considera que las reformas avanzan en la buena dirección. Pero también dice que la estructura básica del sistema financiero sigue siendo la misma que antes de la crisis y advierte de los peligros que ello supone. En otras palabras: es demasiado compleja y los activos están concentrados en bancos sistémicos, demasiado grandes para caer.

Si la repuesta a unos eventos extraordinarios fue extraordinaria, también lo fueron las consecuencias. Al hacer balance de la crisis, la Reserva Federal de Dallas acaba de publicar un estudio en el que revela que la Gran Recesión va a costar hasta 120.000 dólares a cada familia en EE UU, lo que equivale a una pérdida de poder adquisitivo de hasta 14 billones de dólares. Es como borrar de un plumazo casi todo el PIB de la mayor potencia del mundo.

La cifra es producto de la pérdida de valor del patrimonio y de la caída de las remuneraciones vividas en los últimos cinco años. La gran duda en este momento, como muestra el mismo estudio, es si la economía de EE UU será capaz de recuperar el vigor previo a la crisis. Si no lo consigue, la Fed de Dallas señala que el impacto será aún mayor. Y todo esto sin contar con el colapso del mercado inmobiliario, donde el precio medio de la vivienda arrastra todavía una depreciación del 25%.

Oficialmente, la Gran Recesión acabó en junio de 2009, aunque en Wall Street se tocó fondo unos meses antes. Eso, sobre papel. El ciudadano de la calle lo siente de otra manera. La recesión destruyó 8,7 millones de empleos en EE UU y el total de parados se disparó a 14,7 millones. La tasa de paro alcanzó el 10% en octubre de 2009. Hoy está en el 7,3%, una mejora que se explica por la caída en la tasa de participación (las personas dispuestas a trabajar) hasta el 63,2%, su nivel de 1978. Si estuviera en el 66,5% registrado de media entre 1988 y 2007, según Moody’s, el paro sería del 11,9%. Cuatro años después de la recesión, hay 11,3 millones de parados y 10,6 millones de personas subempleadas —forzadas a trabajar a tiempo parcial— o que se declaran frustradas con las perspectivas laborales.

La recuperación del colapso escenificado con el derrumbe de Lehman Brothers está siendo, por tanto, desigual, y la incertidumbre de la opinión pública respecto al futuro de la economía y del sistema financiero persisten en el quinto aniversario. El ciudadano, en EE UU, nota que las cosas empiezan a ir mejor, pero, en general, teme que se quede en un nuevo intento de recuperación, como cuando se habló de los brotes verdes en la primavera de 2009.

La brecha entre los más ricos y los más pobres se ha agrandado

Durante este tiempo, además, se ha incrementado la brecha entre los que más tienen y los que menos, un problema que se plasma en numerosos estudios publicados en los últimos dos años y que denunció el movimiento Ocupemos Wall Street. El 10% que está más arriba se llevó la mitad de la riqueza generada por la economía. Y si se sube aún más alto, el 1% se comió una quinta parte.

Para las rentas más altas, la crisis pasó mucho antes que para el ciudadano medio. Los que más tienen fueron los que más se beneficiaron del repunte de Wall Street, de la mejora del mercado inmobiliario y de tipos de interés por los suelos, por no dejar de mencionar los dividendos que reciben por sus inversiones en empresas que vuelven a ser muy rentables. Los más ricos controlan el 90% del capital que se mueve en el parqué.

Esa brecha también se ve a escala global. El FMI advierte de que el desempleo sigue afectando de manera desproporcionada a los jóvenes. Se calcula que hay aún 200 millones de empleos por recuperar en todo el mundo, destruidos por la crisis financiera. La gran dificultad está en cómo desmontar la estructura puesta en marcha para responder a la crisis sin que eso afecte a los emergentes. Hacia ellos se dirigió la liquidez cuando el mundo desarrollado estuvo en dificultades y ahora empiezan a mostrar síntomas de debilitamiento. Es otra evidencia de que las réplicas de la crisis siguen reverberando en una economía global que necesita de los estímulos para crecer y está dominada por la incertidumbre. Por eso, el temor es que la próxima implosión no afecte solo a EE UU y Europa, sino también a Rusia, Brasil y China.

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