La renuncia de las élites a liderar la modernización
España es la economía de la Unión Europea que, con la excepción de Alemania, mejor ha sabido mantener, y aun aumentar, su cuota de exportación internacional desde antes y en medio de la crisis. Dicho de otro modo, la competitividad externa de la economía española ha funcionado y sigue funcionando relativamente bien. Ese dato es aún más relevante cuando tenemos en cuenta que hasta el inicio de la crisis los costes salariales españoles crecieron a un ritmo mayor que el de nuestros competidores. Si los costes subieron más rápido, pero la cuota de exportación aumentó, eso significa que alguna cosa buena hay en el tejido empresarial español.
Desde este lado hay, por tanto, motivos para la autoestima y para una cierta confianza en la capacidad para afrontar los retos actuales. Sin embargo, la reputación financiera y política de España está hecha unos zorros. Es uno de los países que más están sufriendo los efectos de la crisis, especialmente en términos de paro y pobreza; su sistema financiero está malherido, el endeudamiento privado sigue por las nubes y la corrupción política parece no tener fin.
¿Cómo explicar esta combinación paradójica de relativa fortaleza exportadora de una parte del tejido empresarial y, por otro lado, de deterioro económico e institucional interno?
Una explicación podría ser la siguiente: mientras que durante las dos últimas décadas el proceso de modernización e internacionalización empresarial, mal que bien, se fue llevando a cabo, el proceso de modernización institucional, por el contrario, se frenó.
La decisión de hacer entrar a la peseta en el euro tuvo en el caso de España una motivación básicamente política
La fecha clave parece estar en el año 1999. A la altura de ese año, la economía española había corregido los desequilibrios básicos que habían ocasionado la crisis de 1993. Muchas empresas habían comenzado un proceso importante de modernización interna y de internacionalización. Se había recobrado la paz laboral y reconducido los costes salariales. Y el modelo productivo se orientaba hacia actividades productivas y de mercado.
Pero a partir de 1999 algo comenzó a torcerse. Volvieron los desequilibrios macroeconómicos y la economía se orientó hacia actividades especulativas y suntuarias, como las grandes inversiones en AVE, aeropuertos y demás. De forma intrigante, el inicio de este deterioro coincidió con la entrada de la peseta en el euro.
La pregunta es inevitable: ¿pudo el euro afectar negativamente al proceso de reforma institucional y contribuir a sesgar el modelo productivo? Si es así, ¿cómo ocurrió? Mi opinión es que la entrada en el euro sí influyó. Fue, es verdad, una influencia indirecta, pero determinante en el devenir de la economía y la sociedad españolas de la última década.
De forma inesperada y no querida, la entrada en el euro nos jugó una mala pasada. Por un lado, por la vía del crédito abundante y barato, favoreció el sobreendeudamiento privado y contribuyó a sesgar la asignación de los recursos públicos hacia actividades especulativas y no prioritarias. Por otro, hizo bajar la guardia en cuanto a la necesidad de continuar la modernización económica y política, especialmente en relación con el sistema financiero, el mercado de trabajo, el sistema educativo y de investigación, las administraciones públicas y el sistema político.
¿Cómo ocurrió? A mi juicio, sucedió que las élites políticas y económicas nacionales dimitieron de su responsabilidad de liderar la modernización y confiaron el trabajo sucio de las reformas a los efectos disciplinadores automáticos que se suponía que iba a tener el euro. Se adhirieron de esta forma a una idea defendida por muchos asesores de políticas y economistas que sostienen que la mejor forma de llevar a cabo la modernización institucional en un país es la disciplina que imponen los mercados financieros internacionales. La historia de la política económica no avala esta idea, pero es un autoengaño complaciente cuando no se quiere asumir la responsabilidad de liderar el cambio.
Al margen de otras consideraciones que no vienen al caso, la decisión de hacer entrar a la peseta en el euro tuvo en el caso de España una motivación básicamente política: nuestros Gobiernos, tanto el último de Felipe González como el primero de José María Aznar, vieron en la entrada en el euro el instrumento para que desde fuera se impulsasen las reformas que ellos no se veían capaces o dispuestos a llevar a cabo.
En otros países, la decisión de entrar o no entrar en el euro fue tomada por cálculo económico. El caso de Suecia es paradigmático. Cuando a inicios de los noventa se pone en marcha el proceso hacia el euro, Suecia estaba en medio de una fuerte crisis financiera e inmobiliaria que la había llevado a una fuerte recesión. Se enfrentaba a la necesidad de corregir sus grandes desequilibrios y llevar a cabo importantes reformas. No confió en la entrada en el euro como recurso para llevarlas a cabo. De hecho, decidió no entrar para tener más margen de actuación. Pero sus élites políticas, tanto los Gobiernos socialdemócratas como los conservadores, echaron sobre sus espaldas la tarea de la modernización.
Esta lección sigue vigente en el momento actual. La modernización económica y política es una tarea interna. En particular, es responsabilidad de las élites nacionales en un sentido amplio de la palabra. El euro, por sí solo, no puede hacer esa tarea. Al contrario: en ausencia de un ejercicio responsable de liderazgo modernizador interno por parte de nuestras élites, el euro puede acabar siendo una amenaza para el progreso económico y social.
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