La factura impuesta a los ahorradores eleva el riesgo de fuga de capitales
“Es una economía pequeña pero los riesgos son sistémicos”, avisa Draghi Alemania y sus elecciones en septiembre imponen una medida de efectos impredecibles
Todas las crisis financieras agudas desprenden el mismo olor, un característico aroma nauseabundo que se cuela por todas partes. Las mismas pautas, los mismos clichés se reproducen en el último lustro en Islandia y en Irlanda, en España y en EE UU; ahora también en Chipre. Todo comienza cuando durante unos años se suspende la ley de la gravedad en la economía: aquello de que todo lo que sube puede bajar. El crecimiento se dispara, el paro desaparece como por ensalmo, las burbujas se hinchan en el sector financiero y en el inmobiliario —tanto monta— al calor de una sorprendente innovación (las famosas subprime) o de una premisa falsa que funciona como ungüento de serpiente para captar incautos (“los pisos nunca pierden valor”).
A menudo las autoridades miran hacia otro lado, o esconden extraños lazos con la banca y las empresas que están amasando una fortuna. Y acaba flotando en el aire un ambiente que resume bien aquel título de Cheever, Esto parece el paraíso. Hasta que la burbuja explota, porque todas las burbujas explotan, y deja un reguero de víctimas por el camino: ese es exactamente el capítulo de la historia en el que está Chipre.
La economía más pequeña del euro —apenas el 0,2% del PIB de la eurozona— creció un rotundo 4% anual durante la década anterior a la crisis. Tenía un desempleo bajo y una deuda pública moderada. Pero durante esa época amasó gigantescos desequilibrios: un enorme déficit exterior (solo superado por el de España), un rápido crecimiento del crédito (que remite de nuevo a España), una burbuja inmobiliaria gigantesca (¿España?) y un sector financiero hipertrofiado, manchado con dinero sucio, y muy expuesto a Grecia. Cuando Lehman Brothers se llevó por delante los días de vino y rosas, los activos de los bancos suponían ocho veces el PIB de Chipre y la vivienda acumulaba un encarecimiento del 60% desde 2006.
Es la economía más pequeña del euro, apenas el 0,2% del PIB de la eurozona
Hasta que, en fin, la burbuja internacional pinchó aquel otoño de 2008. Y Grecia se hundió en mayo de 2010. En ese momento comenzaron de veras los problemas de Chipre, con robustos vínculos económicos y políticos con Atenas. El primer rescate a Grecia no funcionó; en el segundo paquete de ayuda, Alemania impuso un recorte del 80% para los tenedores de deuda pública, como una fórmula mágica para que la banca corriera con una parte de la factura. Ahí empezó a averiarse el euro, se inició el contagio hacia España e Italia que ha puesto en duda incluso la supervivencia de la moneda única. Y de ahí surgen también los principales problemas de Nicosia: sus bancos, empachados de bonos griegos, se vieron al borde de la ruina por el castigo que supuso el recorte en la deuda de Atenas.
Las cosas ya iban de mal en peor: en diciembre de 2011, Chipre solicitó un primer rescate a Rusia, de 2.500 millones. Nicosia y Moscú tienen extraños nexos: el anterior Gobierno era comunista, buena parte del sector turístico de la isla depende de Rusia y, sobre todo, de los casi 70.000 millones en depósitos que hay en los bancos chipriotas, en torno a 20.000 millones son de extranjeros, mayoritariamente rusos; Rusia ha usado la isla como lavandería de dinero negro durante años. Pese al crédito ruso, la economía ya estaba en caída libre y los bancos seguían sufriendo los rigores del pinchazo inmobiliario, de la crisis financiera y del hundimiento de Grecia.
El temor es que ocurra lo mismo que en Grecia: retira de depósitos y efecto contagio en la banca de la periferia
A mediados del año pasado, Chipre solicitó ayuda a la UE. Empezó entonces un tira y afloja en el que confluyen diversas variables: el escaso apetito del Norte por rascarse el bolsillo, los periodos de aparente calma de la crisis del euro, y las duras negociaciones entre el Gobierno chipriota y la troika por las condiciones a la vista de que Chipre tenía dinero en sus arcas hasta junio.
El acuerdo se precipitó ayer y deja alguna sorpresa mayúscula. Y el temor a que se reproduzca el mal de Grecia: una huida de capitales de la isla —que lleva meses produciéndose: empezó con los primeros rumores de una posible quita a los depositantes, mil veces negada— y el efecto contagio hacia la banca de la periferia. Alemania y sus elecciones, de nuevo, imponen duras condiciones: a cambio del rescate, los depositantes deben correr con parte de la factura, incluso los que tienen menos de 100.000 euros en la cuenta.
Se busca que el contribuyente europeo se rasque menos el bolsillo y que Rusia costee una parte. Pero esto es terra incognita: la zona euro se dotó de un sistema de garantía de depósitos cuando estalló la crisis para evitar ver esas típicas colas de la Gran Depresión en las sucursales. Ese escudo salta ahora por los aires, en lo que supone un peligroso precedente para futuras crisis. Y puede que en un detonador para reavivar los problemas actuales en el Sur.
Lo bueno es que esta vez no se han impuesto quitas a la deuda: la UE refuerza la idea de que Grecia es un caso único. Lo malo es que Chipre se convierte en otra excepción: se abre la veda para que en futuras crisis la factura la paguen los depositantes. Además, Nicosia impone un corralito parcial hasta el martes y fuentes del mercado temen una huida de capitales en cuanto se levante la veda. No solo en Chipre: puede que también en Grecia, por el temor a que este segundo rescate tampoco funcione, haya que renegociar las condiciones y se recurra al modelo chipriota, que se llevará parte del dinero ruso pero también parte de los ahorros de mucha, mucha gente.
“Chipre es una pequeña economía, pero los riesgos sistémicos nunca son pequeños”, avisó el presidente del BCE, Mario Draghi, hace apenas unos días. El miedo al contagio está ahí, en esas pocas palabras premonitorias.
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