La gran ilusión de Europa
Nada indica que la redención a través del sufrimiento dictada por Alemania vaya a funcionar
A lo largo de los últimos meses, he leído varias valoraciones optimistas sobre las perspectivas de Europa. Curiosamente, sin embargo, ninguna de estas valoraciones sostiene que la fórmula de redención a través del sufrimiento dictada por Alemania para Europa tenga alguna posibilidad de funcionar. En lugar de eso, el motivo del optimismo es que el fracaso —en concreto, la ruptura de la zona euro— sería un desastre para todos, incluidos los alemanes, y que al final esta perspectiva inducirá a los dirigentes europeos a hacer lo que haga falta para resolver la situación.
Espero que este argumento sea acertado. Pero cada vez que leo un artículo en línea con esto, me viene a la mente Norman Angell.
¿Quién? Allá por 1910, Angell publicó un famoso libro titulado The Great Illusion (La gran ilusión) que sostenía que la guerra se había quedado obsoleta. El comercio y la industria, señalaba, no la explotación de los pueblos sometidos, eran las claves de la riqueza nacional, de modo que los enormes costes de la conquista militar no podían reportar ningún beneficio.
Además, sostenía que la humanidad estaba empezando a apreciar esta realidad, que las “pasiones del patriotismo” estaban decayendo rápidamente. No dijo exactamente que ya no habría más grandes guerras, pero sí que transmitió esa impresión.
Todos sabemos lo que pasó después.
La falsa historia contada por Alemania a sus votantes frena una solución a la crisis
La cuestión es que la perspectiva del desastre, por evidente que sea, no es ninguna garantía de que los países vayan a hacer lo que hace falta para evitar ese desastre. Y esto es especialmente cierto cuando el orgullo y los prejuicios hacen que los dirigentes no estén dispuestos a ver lo que debería ser obvio.
Lo que me lleva de nuevo a la extremadamente difícil situación económica de Europa.
Resulta un tanto chocante, incluso para aquellos de nosotros que hemos estado siguiendo la historia desde el principio, caer en la cuenta de que han pasado más de dos años desde que los dirigentes europeos se comprometieron con su actual estrategia económica, una estrategia basada en la idea de que la austeridad fiscal y la “devaluación interna” (esencialmente, bajadas de los salarios) resolverían los problemas de los países deudores. En todo este tiempo, la estrategia no ha producido ninguna historia de éxito; lo más que pueden hacer los defensores de la ortodoxia es señalar un par de pequeños países bálticos que han experimentado pequeñas recuperaciones parciales de sus depresiones económicas, pero que siguen siendo mucho más pobres de lo que lo eran antes de la crisis.
Mientras tanto, la crisis del euro se ha propagado y se ha extendido desde Grecia hasta las economías mucho más grandes de España e Italia, y Europa en general está entrando de nuevo claramente en recesión. Pero las recetas políticas provenientes de Berlín y Fráncfort apenas han cambiado.
Los líderes europeos no son, en general, ni malvados ni estúpidos. Tampoco lo eran en 1914
Pero un momento, me dirán ustedes, ¿no ha generado algo de movimiento la cumbre de la semana pasada? Sí, así es. Alemania cedió un poco y aceptó unas condiciones de préstamo más beneficiosas para Italia y España (pero no la compra de bonos por parte del Banco Central Europeo) y un plan de rescate para la banca privada que realmente podría tener cierto sentido (aunque es difícil saberlo dada la falta de detalles). Pero estas concesiones siguen siendo minúsculas comparadas con la escala de los problemas.
¿Qué haría falta para salvar realmente la moneda única de Europa? La respuesta, casi con seguridad, tendría que abarcar tanto grandes compras de bonos del Estado por parte del BCE como la disposición manifiesta de este banco central a aceptar una tasa de inflación un poco más alta. Incluso con estas políticas, una gran parte de Europa se enfrentaría a la perspectiva de años de paro muy elevado. Pero al menos habría una senda de recuperación a la vista.
Sin embargo, es muy, muy difícil imaginar cómo podría producirse un cambio político así.
Una parte del problema radica en el hecho de que los políticos alemanes se han pasado los dos últimos años diciéndoles a los votantes algo que no es cierto; concretamente, que la crisis es culpa de los Gobiernos irresponsables del sur de Europa. En España —que es ahora el epicentro de la crisis— el Gobierno tenía en realidad poca deuda y superávits presupuestarios justo antes de la crisis; si el país está ahora en crisis, esto es consecuencia de una inmensa burbuja inmobiliaria que los bancos de toda Europa, entre ellos especialmente los alemanes, ayudaron a inflar. Pero ahora, esa historia falsa se interpone en el camino de cualquier solución viable.
Pero los votantes mal informados no son el único problema; ni siquiera la opinión de la élite europea ha afrontado todavía la realidad. Si leemos los últimos informes de las instituciones “expertas” con sede en Europa, como el que publicó la semana pasada el Banco de Pagos Internacionales, tenemos la impresión de entrar en un universo paralelo, uno en el que ni las lecciones de la historia ni las leyes de la aritmética son válidas; un universo en el que la austeridad aún podría funcionar si la gente tuviese fe y en el que todo el mundo puede recortar el gasto al mismo tiempo sin provocar una depresión.
De modo que ¿se salvará Europa a sí misma? Hay muchísimo en juego y los líderes europeos no son, en general, ni malvados ni estúpidos. Pero lo mismo podría haberse dicho, lo crean o no, de los dirigentes europeos en 1914. Solo podemos esperar que esta vez sea diferente.
Paul Krugman es profesor de economía de Princeton y premio Nobel de 2008.
© 2012 New York Times News Service
Traducción de News Clips
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.