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EL HOMBRE QUE FUE JUEVES
Columna
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Un consejo de Carlos Pujol

Marcos Ordóñez

Esto pasa en el verano del 73. Yo tengo 16 años, he ganado un premio de cuentos (tropecientas mil pesetas de la época) y he llegado a la cima del mundo. El cuento es una pequeña impostura, una mala imitación de Cortázar con algún destello de talento personal, pero soy un monstruito adolescente, una criatura galardonable por su rareza. La cima del mundo es la derrocada (y añoradísima) Terraza Martini, en uno de los primeros rascacielos de Barcelona. En la cima del mundo está el mismísimo Jehová, que habla con acento andaluz: el viejo Lara, todopoderoso editor. Jehová me pone la mano en el hombro, me dice que soy una gran promesa y me pide una novela. Yo miro a mi espalda, como si se dirigiera a otro, pero parece que va en serio. Por aquel entonces yo ya había escrito una barbaridad, dos libros de cuentos que sumaban 500 páginas, y me creía capaz de todo. Jehová, en su infinita sabiduría, no lo tenía tan claro y me puso un tutor a la manera de Oxford. Mitad tutor mitad ángel custodio: era el maravilloso, amabilísimo, pacientísimo Carlos Pujol, y murió hará un par de semanas. Veo que había nacido en 1936. Mala fecha. Entonces tenía, por tanto, 37 años, pero para mí era tan viejo y tan sabio como el bisabuelo de Saturno. Siempre seguirá siendo lo segundo.

Me hablaba de usted, cosa formidable. Aquello parecía el mundo adulto, la vida adulta

Tenía que irle llevando capítulos cada dos o tres semanas, capítulos que él contemplaba como la hidra de mil cabezas o esa bienintencionada corbata que nunca te pondrás. Me lo imaginaba yo, quiero decir, porque jamás dejó traslucir el menor signo de contrariedad, y a fe que tenía sobrados motivos para manifestarla. Aquel debía de ser uno de sus primeros trabajos en Planeta, en la primera y (en mi recuerdo) algo precaria sede en la calle Maestro Nicolau. Un pequeño despacho y, rodeado de papeles y libros, Carlos Pujol en mangas de camisa (siempre blanca, inmaculada) y siempre con corbata, hasta en lo más alto del alto agosto. Me hablaba de usted, cosa formidable. Aquello parecía el mundo adulto, la vida adulta. Una sensación lógica de examen, de veredicto inminente, pero también la felicidad de estar metiendo (eso creía yo) el piececito por la puerta entreabierta.

Voz suave, palabras sensatas, sensatísimas. Estructure. Corte. Reescriba. No se apresure. Nada, ni caso. Yo a lo mío. El final estaba cantado: la novela no llegó a ver la luz. La máquina se rompió, el carro se salió del carril. Es metáfora y es realidad: reventó la joven, demasiado joven máquina, y la vieja máquina (portátil, gris, metálica), legado de mi padre. Mi intento de novela murió de hiperplasia, de sobredosis, de falta de dirección (pese a los muchos desvelos de CP), de falta de sentido, de todas las faltas imaginables salvo de falta de empeño y de soberbia y de entusiasmo: de todo eso andaba sobrado, y es un término bien preciso. Breve: no sabía cómo contar lo que quería contar, y por eso acabé contando una cosa (también el término es preciso) que no tenía nada que ver conmigo, salvo en su condición de amasijo mal digerido de incontables lecturas. Escribía con la furiosa y tambaleante inercia de un pato degollado. Cuando volví a encasquetarme la cabeza, el monstruo todavía estaba allí, igualmente decapitado y sin posibilidad de arreglo. El día de nuestra despedida, Carlos Pujol me regaló un ejemplar de Souvenirs d'egotisme, de Stendhal, y con su mejor voz de cardenal de Retz me dijo: "Corre usted demasiado. Cuídese o acabará convertido en un jeune homme irréparable". Fue un consejo sagaz, inmejorable. Lástima que tardase más de 30 años en seguirlo.

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