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Prosa inédita sobre Cervantes

El número de obras escritas por Cervantes no es tan desalentador como en el caso de Lope de Vega. Tampoco fueron apreciadas de la misma forma a través de las diferentes épocas. Los románticos vieron en La Numancia una obra maestra dentro del género de la tragedia. Hoy se suelen interpretar más sus comedias y, sobre todo, sus entremeses. Son campo abonado para la ingeniosidad escénica, poseen el germen de la espontaneidad, hay en ellos danza, música y canto. Tanto es así que resulta difícil creer que estas alegres piezas escénicas se engendraran en un calabozo. Pero tratándose de Cervantes, tampoco es para extrañarse: la primera parte del Quijote nació también en prisión. Muchos de sus contemporáneos lo hubiesen dado todo por ver, aunque fuera de lejos, el semblante del escritor español más grande. El carcelero gozaba gratis de tales vistas y, probablemente, no le provocaba ninguna emoción especial. Seguro que el censor de Madrid, el marqués de Torres, se sorprendió mucho al ver cómo unos distinguidos franceses estaban tan ansiosos de conocer al honorabilísimo don Miguel. ¿Quién? ¿Ese hambrón? ¿Ese vagabundo? ¿Ese manco? ¿Acaso no había nada mejor que ver en todo el Reino? Lástima que esa anécdota no llegara a sus oídos. Se hubiese podido convertir en otro entremés, quizás al nivel del mejor de esta selección, El retablo de las maravillas. Esta pequeña obra de teatro posee, como sostienen los investigadores, elementos autobiográficos. Es una réplica burlona a los exámenes de pureza racial a que fue sometido el autor durante la última etapa de su carrera como recaudador de impuestos. Pobre Cervantes. No consiguió en su vida nada más que eternidad.

Texto perteneciente a la segunda parte de Lecturas no obligatorias, de próxima aparición en Alfabia.

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