Spielberg cabalga la I guerra
Aunque del uso se le haya agotado en sí mismo ese tan cacareado tópico de rey Midas de Hollywood; aunque según la revista Forbes posea una fortuna de 3.000 millones de dólares gracias al cine y siga haciendo dinero a espuertas con productos de éxito como la reciente Tintín o ahora War horse (Caballo de batalla), sentado ahora en un sillón de un lujoso hotel londinense cara a cara frente a un extraño, Steven Spielberg sigue siendo el niño de unos cinco años que un día entró a contemplar El mayor espectáculo del mundo, de Cecil B. DeMille, y pensó: "¡Esto es lo más alucinante que he visto en mi vida!".
Y eso que en un primer momento el pequeño Steven se sintió estafado. Pensó, no sabe por qué ambigüedad no resuelta ni debidamente clarificada, que su padre le invitaba al circo, cuando en realidad le llevaba a ver una película sobre circo. Pero ese doble juego, la magia inagotable entre la realidad y la ficción que él luego supo captar y explotar como nadie, es algo que no parecía entender del todo bien hasta que pasó un buen rato con las luces apagadas...
"Hubo ocho millones de caballos que sirvieron en la I Guerra Mundial"
"Hollywood es una herramienta de sueños, no política"
"Hitchcock no me echó una vez de un plató, sino dos"
"Yo pensé que mi padre me había engañado, que me había traicionado. Creí que me llevaba al circo, pero aquello no era el circo. Aquello era una sala a la que entramos después de haber pasado un frío de muerte en la cola durante hora y media de pie, en una calle de Filadelfia. Allí había butacas alineadas y una enorme cortina roja, pero yo sabía que no era el circo, no olía a circo y sí, cuando se abrió, se proyectaron sobre la pantalla unas imágenes con grano en la que había leones y trapecistas y elefantes, pero no era el circo...".
Hasta que un cambio brusco le puso en situación: "Hay un momento en el que se produce un accidente de tren. Las cosas salen volando hechas pedazos y fue entonces cuando yo entendí, como niño, que aquello era la cosa más impresionante que había visto en mi vida". Quizá por eso, pocos años después, su primera película en super 8 se limitara a regodearse en un choque rodado en un restaurante con su maqueta de trenes eléctricos.
Aunque haya firmado ya 50 películas desde Amblin hasta ahora Lincoln con Daniel Day-Lewis como protagonista, producido 130 y lo haya ganado todo, incluyendo dos oscars como director por obras maestras como La lista de Schindler y Salvar al soldado Ryan, otro Premio Irving Thalberg a toda una carrera y alguna estatuilla como productor, Spielberg todavía guarda memoria viva y tiene mucho del pringadillo que fue sistemáticamente expulsado de los rodajes de su maestro, Alfred Hitchcock...
"Me recuerdo en mis inicios metiendo las narices en los estudios, fijándome en cómo se hacían las cosas". La primera vez que le largaron fue cuando se coló a husmear en el set de Cortina rasgada. "Me echó un colaborador, me vio en el rodaje y me preguntó: ¿Quién eres? Me dijo que me encontraba en un espacio privado y que no podía estar allí. Nunca lo conocí. Hitchcock no me echó una vez, me echó dos...".
A ver, ¿cómo fue la segunda piedra en la que tropezó frente al mago? "Después de Tiburón, cuando ya era un exitoso joven realizador, me fui con un reportero que estaba haciéndome un perfil a ver el rodaje de La trama. Me presenté allí, ya como director de Tiburón, muy ufano, creyéndome suficientemente reconocido como para saludar al maestro, como si tuviera el derecho incuestionable de ser recibido. Él estaba de espaldas, no sé ni cómo pudo notar que andaba por allí".
A partir de ahí, lo mismo de la primera vez. "Habló con su asistente, le dijo algo al oído, vino hacia mí con la mirada fija y me explicó: 'El señor Hitchcock quiere que le diga que no permite visitas en los sets'. Y volvió a echarme. No sé si tenía un ojo en el cogote. El caso es que para mí era un papelón saber que aquel periodista contaría cómo el director de Tiburón fue expulsado de un rodaje. Así que ostento el dudoso honor de haber sido echado no una sino dos veces de su lado, sin siquiera llegar a conocerlo. Más cuando Tiburón era todo un homenaje a su cine".
Aunque haya dirigido películas negras o llenas de acción, misterios, violencia, tensión y lágrimas, obras desde las que se exploran las simas del alma humana a las que buscan el entretenimiento por el entretenimiento, Spielberg todavía es ese muchacho asustado a quien su padre, ingeniero electrónico, le fabricó un caleidoscopio para hipnotizarle y que durmiera las extrañas noches en las que creció entre Haddon Heigths (Nueva Jersey) y Scottsdale (Arizona). Fue en el seno de una familia judía, circunstancia que, como niño, producía entre rechazo y perplejidad a quien más tarde dirigió La lista de Schindler. "En mi casa no teníamos todavía televisión y lo único que había visto que se pareciera fue un invento de mi padre que me fabricó: un caleidoscopio, y creó una ola que daba vueltas y me llevaba a dormir cada noche, cuando era un crío".
El miedo explica muy bien el mundo de Spielberg. Hasta el punto de haberlo reflejado como muy pocos en pantalla sin haber hecho propiamente ninguna película pura del género. Reinventándolo, como hizo en Tiburón o aderezando sus obras más realistas con ese sentimiento. Sobre todo en las secuencias iniciales de Salvar al soldado Ryan, donde el retrato del miedo abre la épica. Es una losa, una parálisis que une como nadie al director que lo muestra y a los espectadores que lo sienten, lo padecen o lo huelen en sus secuencias.
"Tenía miedo de la oscuridad, miedo de todo. Cualquier cosa que le diera miedo a un adulto o a otro niño, yo lo adaptaba a mi propio temor y me producía espanto. Mi madre, durante un tiempo, padeció agorafobia, temía los espacios abarrotados. Ya no. Cuando me lo contó, al día siguiente, yo también tenía miedo de los sitios abarrotados. Me sobrepuse pronto, pero en aquellos tiempos yo me sugestionaba por cualquier cosa".
Ha pasado e interiorizado tanto el terror que hoy es el día en que le resulta imposible ver E. T. con su nieto de cuatro años y no destripársela para que no sufra. "Ya soy abuelo", asegura este padrazo de siete hijos fruto de sus matrimonios con Amy Irving y Cate Capshaw. "Tengo dos: Eve, de un año, y Luke, de cuatro. Con él he visto E. T. este verano. Le encantó, recita varias frases. 'Teléfono, mi casa...'. Si hay algo que me apasiona a la hora de volver a ver mis películas, es hacerlo de nuevo a través de sus ojos. Pero me angustiaba mucho que sufriera, y cuando la criatura parece que ha muerto, yo le decía a mi nieto: 'No te preocupes, se va a poner bien, no le pasa nada". Hay que imaginarse la escena. El director que hizo llorar a medio mundo con aquel muñeco del espacio exterior consolando a los espectadores de la tercera generación que la disfruta, negándose a sí mismo para que no sufran sus criaturas. Aun así, Spielberg sabe que una vez que su cine pasa a los ojos de otra gente ya no le pertenece: "Cada uno que lo ve se queda con algo de la película, algo propio. Cuando superas el estreno te conviertes en su huérfano y pasa a ser de los millones de personas que la ven".
Spielberg y los niños... Una entente inagotable de E. T. a Indiana Jones y el templo maldito, El imperio del sol o A. I. Inteligencia artificial. O como en su nueva película, War horse, la historia de un muchacho y un caballo que, según escribió Vargas Llosa después de haber visto la obra de teatro en Londres, resume perfectamente lo que fue la I Guerra Mundial.
"Yo la conocí gracias al libro de Michael Morpurgo que luego fue adaptado al teatro. Lo leí y me conmovió tanto que fui a Londres a ver la obra. Lo que me impactó fue la peripecia de un chaval que se entrega a educar un caballo al que su padre cede al ejército británico. Lo que ocurrió con ocho millones de animales que llegaron a servir en la I Guerra Mundial", afirma el director. "El caballo nos conduce a diferentes ángulos del relato, tanto del ejército aliado como del alemán, inspira respeto, es una historia preciosa, casi un poema".
Con War horse, Spielberg ahonda en otra de las obsesiones que le movían ya desde adolescente: el cine bélico. Pero en este caso cambiando el escenario. Él ha revolucionado la concepción cinematográfica del conflicto más desolador de la historia no solo con sus obras maestras en gran pantalla -La lista de Schindler y Salvar al soldado Ryan-, sino también en Band of brothers y The Pacific, las producciones para televisión que produjo aliado con su amigo Tom Hanks, según Spielberg, "el actor que más naturalidad ha dado en pantalla desde Spencer Tracy". Para probarlo ahí quedan los títulos que ha rodado con él de protagonista desde su experiencia en Soldado Ryan: La terminal y Atrápame si puedes.
Ahora entra de lleno en la I Guerra sin olvidar los pocos referentes que la han llevado al cine: "A mí me encantó Senderos de gloria", comenta sobre la película abiertamente pacifista de Stanley Kubrick, uno de sus maestros reconocidos. "Pero creo que fue Lewis Milestone quien rodó la mejor sobre ese conflicto: Sin novedad en el frente".
Con War horse, Spielberg ahonda en la épica. Nos cuenta cómo un animal capaz de arar una tierra yerma puede sobrevivir a cuatro años de guerra: "Fue un conflicto muy interesante, pero no popularizado como la segunda porque aquella fue un trauma global, el fin de la civilización como la entendíamos. La I Guerra supuso, entre otras muchas cosas terribles, el fin del caballo frente a la tecnología como arma. El caballo era un arma. Millones de animales murieron a cargo de otros inventos y herramientas como el tanque, desde entonces fue relegado a convertirse en una bestia de carga a un precio tremendo. Lo pagó caro. El hecho, además de no ser de utilidad, influyó en su conservación después como especie".
Aunque Spielberg revolucionara de la mano de una generación irrepetible la industria del cine, hoy, mirando hacia atrás, no podríamos entender el séptimo arte sin su paso por él. No solo como creador, sino como reinventor del negocio y urdidor de alianzas junto a Lucas, Coppola, Scorsese, sus colegas retratados por Peter Biskind en Moteros tranquilos, toros salvajes, este paradigma ya con 65 años cumplidos. Aun así, vestido con vaqueros, zapatillas deportivas, gorra y cazadora de aviador, sigue siendo aquel meritorio chaval aparentemente nada rebelde y sombra del tímido y retraído empollón con granos que solo quería dejar buena impresión en los despachos para que le volvieran a contratar. Aunque fuera para hacer nuevos episodios de la serie Colombo.
"Nosotros no pensábamos en cambiar Hollywood. Siempre sentí que solo quería salvarme a mí y nunca al sistema. Solo pretendía que cada película me ayudara a hacer otra. No era por el bien de la industria, sino por mí, para seguir adelante".
El chico que asombró a público y crítica desde sus inicios no tenía intenciones iconoclastas, como sostiene John Baxter en una biografía no autorizada. Ni tomaba LSD, ni vertía sus traumas a propósito o aparentemente en su obra, como recuerda su amiga Margot Kidder en el libro de Biskind. Él era un chico aparentemente inofensivo, que se alimentaba de galletas Oreo y dormía con calcetines.
Sin embargo, así, sin querer, dio la vuelta a los pilares. Todo lo puso patas arriba. No solo como un artista que empezó siendo de culto tras El diablo sobre ruedas en los circulillos intelectuales franceses, por ejemplo, algo que levantó la envidia de aquellos colegas que se empeñaban y no lo lograban tanto, sino como emprendedor de iniciativas revolucionarias en el puro entretenimiento. Eso y no otra cosa fue el inicio de la saga Indiana Jones, emprendida junto a George Lucas después de que este acometiera la saga de Star wars.
"El objetivo era crear un héroe diferente a James Bond. Mientras que Bond nunca se despeina, ni sangra, ni se hiere, salvo ahora en la nueva concepción que le ha dado Daniel Craig, en la época de Connery sobrevivía por la ironía y el estilo. Indiana, en cambio cae herido con frecuencia, le revuelcan, comete errores. Las bases de la comedia son fundamentales. Y está envejeciendo sin perder facultades".
El héroe es otro de los grandes temas de Spielberg: héroes claros como Jones, como Schindler, como ahora Tintin, y oscuros, como los agentes secretos del Mossad al servicio de Israel que retrata en Múnich, su obra más política e incomprendida hasta el momento por ambos bandos en permanente conflicto.
"Es cierto, quizá es más bien una película antiheroica. Da miedo, es negra, conflictiva. Me inspiró mucho la controversia, me pareció interesante. Se polarizó, queríamos crear debate; si no lo hubiera conseguido, habríamos fracasado. Esa película debía volver a poner las conversaciones en la mesa. No trataba de equiparar moralmente a ambos bandos. Hablaba de lo que aquellas personas que son instrumentos de guerra sienten en los momentos más dramáticos a los que se enfrentan, cuando no hay nadie que les consuele y cuando afrontan las consecuencias de sus actos: es introspectiva".
Aun así, aquella película compleja y desgarrada cuenta con su plano más político. El último, en el que un travelling lleva directamente a las Torres Gemelas para cerrar la historia: "No quise decir que aquello que estaba contando trajera esta situación. Simplemente que el mundo cambiaría y que las cosas iban a empeorar y no a mejorar".
Lo que no tiene claro es si dentro de Hollywood y con la que está cayendo, los cineastas deben hoy emplearse en hacernos soñar más que nunca debido a la moral arrasada por la crisis de Occidente. "¿Qué puede hacer Hollywood?", se pregunta: "A mi juicio, no es una herramienta política, pero sí de sueños. Y en ese sentido es caprichosa: los sueños pueden convertirse en realidad, pero no todos están dirigidos a cambiar el mundo. Son personales, de cada artista. La situación presente no es como la del final de la II Guerra Mundial en la que Hollywood se volcó a colaborar con películas que recaudaban fondos para apoyar al ejército o con musicales que ayudaran a la gente a olvidar lo vivido. Hoy Hollywood no está volcado en eso, sino que se empeña en hacer reales los sueños eclécticos de la gente. No tiene por delante una misión. Necesita independencia".
Los sueños, como eclécticos, varían. Y él, como nadie, conoce los gustos del público, algo en lo que se aplicó de joven estudiando cada semana las revistas más populares, de Tigger Beat a Esquire, Time o Play Boy, según recuerda su colega John Milius. "Creo que soy una persona con muchas inquietudes, y mis inquietudes son eclécticas. Reconozco el hecho de que el cine europeo y el asiático ahora, por ejemplo, han hecho al personaje el centro de la historia. Para los americanos, la historia vale por la historia misma. Yo aprecio ambas concepciones. Los problemas a los que ciertos personajes se enfrentan en conflicto y luego productos como Avatar, un concepto épico. En este mundo de gustos variados, algo así puede unir grandes públicos al tiempo que otras películas como El discurso del rey se dirige a otros segmentos para justificar en sí su existencia".
Aunque avanzados los años setenta y en plena década de los ochenta, esta generación irrepetible de cineastas, liderada entre otros por él, cambiara la historia del cine para siempre, ahora les toca a otros. Ellos lo salvaron de productores decadentes y cegatones, de seres incapaces de ver hacia dónde se dirigía el arte y el negocio. Tomaron el poder y lo ejercieron a fondo; ahora le toca el turno a otra generación, quizá más difusa. Pero para hacerlo, según Spielberg, tendrán que conocer profundamente el pálpito de la gente.
"Cada generación tiene diferentes sensibilidades y nadie debe salvar Hollywood de nadie: ni de mí, ni de Scorsese, de Lucas, de Coppola o de Cameron... La diferencia entre hoy y cuando nosotros empezábamos es el público. Ahora no se conforman con un género: no basta. Existen muchos tipos de público a los que dirigirse, mucha gente adoradora del cine en todos sus abanicos. Hay que ser capaces de hacer películas para varios segmentos".
Un detallado vistazo a su riquísima filmografía podría ofrecer varias pistas: del pasado, del presente y del futuro del cine, ese que todavía va a escribirse con su nombre.
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