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ÍDOLOS DE LA CUEVA
Columna
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Muchos besos

Manuel Rodríguez Rivero

Nunca besamos bastante, pero siempre besamos demasiado. Descuidamos el sensual prólogo del amor (sobre todos los varones, más ansiosos de sumergirnos rápidamente en el texto) y, sin embargo, malgastamos nuestros besos con quienes nada valioso nos jugamos. Hemos rebajado el beso a poco más que una fórmula de saludo o bienvenida, priorizando y trivializando a la vez una de sus más antiguas funciones. Nos hemos acostumbrado a besar, como si fueran amigos de toda la vida, a desconocidos que nos acaban de presentar y con los que nunca habíamos cruzado dos palabras: un hábito que hemos logrado exportar incluso a lugares en los que la gente solía ser más renuente al contacto físico. Hemos convertido el beso en cliché: no pasa un día sin que alguien con quien mantenemos poco más que una cordial relación profesional nos remita un correo electrónico en el que se despide enviándonos un beso (o besazo) "enorme". Con tanto ósculo hemos olvidado lo que significa besar.

Con ellos sueña Emma Bovary y Werther, en ellos se perfecciona el admirable amante Casanova

Adoramos, sin embargo, como ansiosos voyeurs, el beso de los otros, especialmente cuando las circunstancias o el soporte los convierten en icónicos: el increíble beso sincopado e interminable (burlando la letra del código Hays, que prohibía los besos largos) de Cary Grant e Ingrid Bergman en Encadenados (Hitchcock, 1946); el beso apasionado y adúltero (con el rugido de fondo de las olas, metáfora del orgasmo que llega) de Burt Lancaster y Deborah Kerr en De aquí a la eternidad (Zinnemann, 1953); el beso dulce, lluvioso y final, de Hepburn y Peppard, abrazando a un gato sin nombre, en Desayuno con diamantes (Edwards, 1961). También nos divierten otros besos ajenos, asimismo icónicos, pero escasamente amorosos, como el apasionado (¿quizás un french kiss, incluyendo lengüetazo?) y tantas veces reproducido de Brezhnev y Honeker, conspicuos burócratas post estalinistas en el Berlín dividido de 1971.

En Contribution á la théorie du baiser (Autrement), un ensayo de Alexandre Lacroix recientemente publicado en Francia, se analiza la física y la metafísica del beso. Sus modalidades: casi infinitas (pónganle imaginación y Kamasutra) ¿Sus orígenes? Inciertos: desde vestigio del primitivo regurgitar de alimentos entre la boca de la madre y la del hijo (o entre las de jóvenes que masticaban la comida y las de ancianos que no podían hacerlo), a huella (civilizada) de un extendido y antiquísimo canibalismo prehistórico o, más piadosamente, del reconocimiento mediante el olfato entre antropoides. No todos los pueblos se han besado siempre, como descubrieron los exploradores del XIX. Y también hay quienes besan a las cosas (a un crucifijo, al Corán, al pan de los pobres, a la tierra a la que, por fin, se llega tras largo viaje) ¿Sus funciones? Diversas: signo de adoración y respeto (también: besamanos), muestra de afecto (maternal, fraternal, amistoso), de cariño, de bienvenida o despedida, de deseo. Su mecánica: se ponen a trabajar 34 músculos, y en el boca a boca se intercambian -además de parásitos y bacterias- agua, albúmina, sal y diversas materias orgánicas en proporción variable, pero no conviene que pensemos mucho en ello. ¿Y la literatura? Desde los Vedas en adelante, sin parar. El Cantar de los cantares describe hermosos besos demasiado humanos. Y San Pablo recomienda en sus epístolas el beso entre los fieles (Inocencio III, en el siglo XIII, pondrá muchas trabas a la costumbre). Páginas y páginas rebosantes de besos: con ellos (propinados por príncipes azules: besos robados) se despiertan o curan lánguidas doncellas (La bella durmiente, Blancanieves). Con ellos sueña Emma Bovary y Werther, en ellos se perfecciona el admirable amante Casanova.

Aprendamos a valorar nuestros besos, sin despilfarrarlos ni escatimarlos, sabiendo a quién y por qué besamos. Y cómo. Prodiguémoslos con los amigos, con los padres, con los hijos. Y, sobre todo, con los amantes: esos besos tormentosos y secretos, oscuros y golosos, suaves y sensuales. Esos besos "hormigueantes y profundos" que anhelaba Baudelaire.

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