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ESCALERA INTERIOR
Columna
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Mirando al cielo

Almudena Grandes

Querido Manolo, decían las cartas que enviaba su hermano Jesús, fíjate si me va bien que tengo un caballo blanco al que lavo con agua de colonia, y un revólver con cachas de nácar...

Manuel Rodríguez había nacido en una minúscula aldea asturiana, sin un palmo de tierra donde caerse muerto, pero con todo un capital encima. Alto, apuesto, con un rostro armonioso, los ojos oscuros, relampagueantes, y un pedazo de bigote, era un hombre muy, muy guapo. No tenía nada más, y nada menos, el día que decidió escapar de la miseria y echó a andar hacia Madrid.

Dolores Álvarez, hija de asturianos que habían emigrado muchos años antes, era bajita, menuda, y tirando a fea, la pobre. Tenía ya además la edad de las casaderas dudosas, esas que al borde de los treinta años decían que no se casaban porque no querían. Ella se lo podía permitir, desde luego, porque sus padres habían prosperado y poseían, al menos, un restaurante y un café. En alguno de los dos debió de conocer Dolores a Manuel, tan alto, tan guapo, tan pobre como un regalo del cielo. Él no pensaría nada muy distinto, porque apenas la conoció, y aunque era bastante más joven que ella, se hicieron novios. Y habrían podido ser felices, porque los dos representaban exactamente lo que el otro necesitaba, pero el braguetazo se malogró porque Dolores, aparte de padres ricos, tenía un hermano jugador.

"Cuéntame cosas de México, abuela. ¡Ay, hija! ¿Qué te voy a contar?, si no me acuerdo de nada..."

Ya les habían echado las amonestaciones aquella noche funesta en la que el futuro cuñado se jugó, aparte de las pestañas, el patrimonio familiar. Entonces, Manuel Rodríguez se portó como un hombre. Podría haber salido corriendo, pero no lo hizo, seguramente porque había empezado a querer a su novia, tan baja, tan escuchimizada, tan feíta, tan lista que había sabido agarrarle bien. Podría haberse buscado a otra, pero se casó con ella y le enseñó las cartas de su hermano Jesús. Dolores Álvarez, que le habría seguido hasta el fin del mundo, estuvo dispuesta a emigrar a México de mil amores. Pero no le contó que llevaba escondido en la faja el dinero que sus padres habían logrado rescatar del naufragio porque temía que, al desembarcar, él se fuera con otra y la dejara tirada, sin medios para volver.

La pareja desembarcó en Veracruz a principios del siglo XX para descubrir, antes que nada, que Jesús era un mentiroso fullero fanfarrón. Porque no había caballo, no había colonia, no había cachas de nácar y, por no haber, ni siquiera había revólver. El presunto potentado iba tirando poco a poco, al precio de trabajar como un animal, así que su hermano Manuel se arremangó y se dispuso a seguir su ejemplo. Como era más listo y más serio, el más formal de los dos, prosperó más deprisa y nunca abandonó a su mujer, que después de parir a la primera de sus hijas, se sacó por fin el dinero de la faja. A él no le hizo ninguna gracia enterarse de que habían pasado tantas penalidades sin necesidad, pero arrendó una pequeña hacienda en Atoyac, cerca del Paso del Macho, y siguió adelante con todo, con su mujer, con sus niñas. Y habrían podido ser felices, pero en 1910 descubrieron que habían ido a parar al único Estado mexicano donde el estallido de la revolución aparejó la expulsión fulminante de los españoles, al célebre grito de ¡Abajo los gachupines!

Manuel Rodríguez y Dolores Álvarez, gachupines tan pobres como llegaron, subieron a otro barco con los pesos que habían ganado al vender cuanto tenían y dos hijas muy pequeñas, para volver a España. Decidieron quedarse en la capital, y fue una suerte porque en Madrid, al fin, les salieron bien las cosas. La taberna que montaron en la esquina de las calles de Fuencarral y Velarde llegó a tener un sobrenombre que se hizo popular, "la taberna de las torrijas", un modesto éxito que les permitió no moverse nunca más de aquel barrio donde la belleza de sus hijas mexicanas, que por fortuna no habían salido a su madre, se hizo famosa. Y aunque Camila era la más espectacular de las dos, hasta el punto de que, en plena explosión republicana, se alzó por aclamación con el título de Miss Chamberí 1932 -un reinado que duró el tiempo que tardó en volver a casa, para que su padre le arrancara la banda de un bofetón-, Rosalía ganó la pasión ardiente, incondicional, del hombre más enamorado del barrio de Maravillas, el primogénito del fontanero de Velarde, 10, que también se llamaba Manuel, y se apellidaba Grandes.

Cuéntame cosas de México, abuela, le pediría muchos años después Almudena, la mayor de sus nietos. ¡Ay, hija mía! ¿Y qué te voy a contar?, si no me acuerdo de nada... Todavía muchos años después, hace sólo unos días, ella recordaba todo esto en la ceremonia de entrega del Premio Sor Juana Inés de la Cruz, en la Feria del Libro de Guadalajara. Y mientras se preguntaba cómo podría devolverle a México todo lo que México le ha dado en el otoño de 2011, pensó en su bisabuelo guapo, en su bisabuela fea, en su abuela Rosalía, como si los premios pudieran brindarse, igual que los toros, mirando al cielo.

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Sobre la firma

Almudena Grandes
Madrid 1960-2021. Escritora y columnista, publicó su primera novela en 1989. Desde entonces, mantuvo el contacto con los lectores a través de los libros y sus columnas de opinión. En 2018 recibió el Premio Nacional de Narrativa.

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