Perder el norte
He aquí una española media, media de edad, de estatura, de sentido del humor seguramente, media en todo, en el modo de arreglarse, en la ropa que viste, en los zapatos que calza, en el bolso que guarda junto a sí. Es nuestra vecina, nuestra cuñada, nuestra madre, nuestra compañera de trabajo, también la mujer que nos cuida a los niños o a cuyos niños cuidamos. Es la señora que se toma el cruasán a nuestro lado cada mañana en la cafetería de la esquina. Se llama Antonia, además, como nuestra prima, como nuestra hermana, como la encargada del supermercado. Se sienta también como la media y mira a cámara como la media de las personas fotografiadas. Los papeles que lleva en la mano pertenecen también, por desgracia, a la burocracia media que cualquier español ha de soportar para vivir y para morir. En este caso se trata de morir porque el marido de Antonia, enfermo terminal de cáncer, solo aspira a que le quiten el dolor, intensísimo. Pero el tratamiento del dolor, aunque resulte insoportable, tiene también sus trámites, sus pólizas, sus triplicados. Fíjense en Antonia, con todos los triplicados en la mano y un marido, pobre, que sufre (quizá sufría) lo que no podemos imaginar. Total, que en el hospital de Mataró al que está (o estaba) adscrito no le administraron la morfina hasta que Antonia lo denunció en los papeles, lo que empieza a ser otra costumbre muy nuestra. No sabemos si había una media de tiempo oficial para el tratamiento del dolor, pero está subiendo más que la prima de riesgo. Y eso no es por la crisis, coño, es porque hemos perdido el norte.
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