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Premio Cervantes 2011 | Encuentro con el maestro
Columna
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Las horas con Parra

Leila Guerriero

El 22 de octubre de este año, en su casa de Las Cruces, a 200 kilómetros de Santiago de Chile, Nicanor Parra esperaba en la sala de su casa, dramáticamente sentado frente a un ventanal por el que se veía el océano Pacífico. Sobre las rodillas tenía un cuaderno de tapas negras, en el que estaba escribiendo, y acerca del que era mejor no hacer preguntas porque -se sabe- nada pone más arisco a este hombre cerril que una pregunta directa. Agradeció los regalos -una botella de vino, una caja de dátiles cuya etiqueta controló para confirmar que fueran, en efecto, orgánicos- y empezó a hablar de un artículo que su amigo, el poeta Adán Méndez, había publicado ese día sobre el segundo tomo de sus Obras Completas, editadas por Galaxia Gutenberg, en el diario chileno La Tercera: "Hay que escribir sobre las obras completas del prójimo, ¿ah?", dijo, con equilibrio finísimo entre la burla y la autocelebración.

"Siempre fui competitivo. No podía soportar que algo se resistiera"
A lo largo de horas recitó en español, mapudungún, inglés, francés y griego
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El encuentro duró unas seis horas (y el resultado podrá leerse mañana en Babelia) pero, aunque yo sabía muchas cosas sobre Nicanor Parra -había estado leyendo su obra y hablando con sus amigos desde el mes de junio- toparse con él fue como toparse con un tigre albino en la selva: algo cuya existencia, a fuerza de ser mítica, parece imposible. Yo no creía que Nicanor Parra de verdad existiera hasta que el sábado 22 de octubre, a las doce de la mañana, lo vi, en la sala de su casa, blanco y sulfúrico, con un suéter agujereado y una gorra de lana marrón -que nunca se puso- aferrada con manos increíblemente jóvenes.

A lo largo de horas recitó, con memoria inhumana, en griego, en inglés, en francés, en español, en mapudungún (el idioma mapuche), llevando el ritmo con sus zapatones de cazador de patos sobre el piso de madera. Cada vez que algo le provocaba admiración o incredulidad -un poema, un chisme de escritores- se tomaba la cabeza con las manos y emitía una suerte de gemidito infantil, entre la risa y el escarnio. Con toda saña fingió confundir a la autora argentina de canciones infantiles María Elena Walsh con la poeta argentina Alejandra Pizarnik y me preguntó si yo recordaba "el poema La vaca estudiosa" (que es, en verdad, una canción para niños de María Elena Walsh). Le dije que sí, "pero sólo si puedo cantarlo" y él, con la misma saña y un tono de infinita bondad, desafió: "A ver".

Después recitó, de principio a fin, sin confundir una coma, su poema Amor no correspondido -"Bajando de Machu Picchu/ Perlas challay/ Me enamoré de una chola/ Chiguas challay/ Más linda que una vicuña/ Perlas challay/ Pero ella no me hizo caso/ Palomitay/ Eres demasiado viejo/ Perlas challay/ Me dijo y huyó riendo/ Chiguas challay"- y le hice un comentario idiota: "Qué memoria". El tomó impulso y respondió con una historia que siempre se las arregla para introducir en la conversación: "Cuando yo iba al colegio, dos compañeros, sin darse cuenta de que yo estaba escuchando, tuvieron la siguiente conversación. Uno le dijo al otro: 'Inteligente Parra, ¿ah?'. Y el otro le dijo: 'Memorión, querrás decir, huevón'. Era una ofensa que le dijeran memorión a uno". Sea como fuere, 40 años como profesor le dejaron por huella una forma pedagógica de la reconvención y, aunque puede ser feroz (alguna vez, a un periodista que no le cayó bien, le dedicó un libro con la frase "Hagas lo que hagas, te arrepentirás"), nada de lo que decía sonaba hostil.

Sus capacidades amatorias tienen una leyenda luminosa, pero aquella tarde solo hizo mención a uno de los muchos episodios invasivos que suele padecer y que disparan su paranoia legendaria. Pocos días antes había tocado a su puerta una muchacha joven, bonita, para regalarle un libro de poemas llamado Valporno. La hizo pasar y se sentaron al aire libre. El novio de la muchacha irrumpió poco después, inesperadamente, según Parra con ansias de sorprenderlos en una maniobra extraña, tomar alguna foto y divulgarla. Los echó a ambos, furioso, y, cuando se fueron, empezó a leer los poemas. Descubrió que eran tan pornográficos como buenos, y entonces pensó: "¡Que vuelva, que vuelva!".

Durante el almuerzo habló sobre Juan Rulfo -dijo que lo había visto dos veces y que ambas habían sido una catástrofe-; sobre el escritor argentino Enrique Fogwill, a quien lamentaba no haber conocido jamás; sobre las matemáticas: "Yo siempre fui competitivo. Y no podía soportar que algo se me resistiera. En el liceo tenía notas máximas en los ramos humanísticos y no tan buenas en matemáticas y física, así que de rabia dije: 'Voy a estudiar matemáticas y física y voy a demostrarles a todos estos desgraciados que no saben matemáticas. Y lo logré". (Ese mismo natural competitivo lo llevó, durante un festival llamado Chile Poesía, a librar -y ganar- una despiadada guerra de pasos de tortuga con el poeta Gonzalo Rojas por ver quién llegaba último al estrado para acaparar todos los aplausos).

A las seis y media de la tarde, en la puerta de su casa, me hizo un besamanos elegante y dijo algo que no le creí: "No deje de venir siempre que quiera". Después, con un bastón de madera que formaba parte de la escenografía -no se apoyaba en él para caminar-, me dio la espalda y se fue. Todavía no había ganado el premio Cervantes pero hacía casi 60 años, de los 97 que lleva vivo, que era, mes a mes, semana a semana, minuto a minuto, Nicanor Parra.

Poema extraído del libro Versos de salón, (1962).De Poemas y antipoemas (1954).

SCIAMMARELLA

La montaña rusa

Durante medio siglo la poesía fue

el paraíso del tonto solemne.

Hasta que vine yo

y me instalé con mi montaña rusa.

Suban, si les parece.

Claro que yo no respondo si bajan

echando sangre por boca y narices.

Epitafio

De estatura mediana,

Con una voz ni delgada ni gruesa

Hijo mayor de un profesor primario

Y de una modista de trastienda;

Flaco de nacimiento

Aunque devoto de la buena mesa;

De mejillas escuálidas

Y de más bien abundantes orejas;

Con un rostro cuadrado

En que los ojos se abren apenas

Y una nariz de boxeador mulato

Baja a la boca del ídolo azteca

-Todo esto bañado

Por una luz entre irónica y pérfida-

Ni muy listo ni tonto de remate

Fui lo que fui: una mezcla

De vinagre y aceite de comer

¡Un embutido de ángel y bestia!

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Sobre la firma

Leila Guerriero
Periodista argentina, su trabajo se publica en diversos medios de América Latina y Europa. Es autora de los libros: 'Los suicidas del fin del mundo', 'Frutos extraños', 'Una historia sencilla', 'Opus Gelber', 'Teoría de la gravedad' y 'La otra guerra', entre otros. Colabora en la Cadena SER. En EL PAÍS escribe columnas, crónicas y perfiles.

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