El Prado de Irene
Luminita sólo había ido a aquel museo dos veces, y las dos al poco tiempo de llegar, cuando apenas hablaba español.
En aquella época, Irene era una niña. Luego creció, maduró, entró en la Universidad, empezó a tener su propio horario, y hoy no vengo a comer porque tengo inglés, y hoy vengo a las cuatro porque tengo prácticas, y hoy tengo que comer ya, que si no, no llego... Luminita sabía que estudiaba Historia del Arte, que terminó la carrera, que hizo un máster, pero hasta que ella no comentó como de pasada, sin darle ni darse importancia, que trabajaba dos días a la semana en el Museo del Prado, no se dio cuenta de lo mayor que se había hecho.
-Si quieres, un día quedamos y te lo enseño.
"Le emocionó que la niña a la que había conocido quisiera enseñarle el museo"
No pudo decir que no. Le pareció tan asombroso, tan emocionante que la niña a la que había conocido le hiciera aquella oferta, que aceptó enseguida y enseguida se arrepintió. Hay que ver, con todo lo que tendrá que hacer, que vaya yo para hacerla perder el tiempo, cómo se me ocurre... Sin embargo, cuando salió a recibirla, y la vio usar su tarjeta para abrir un torno, y saludar al guarda de seguridad, a la recepcionista, antes de darle dos besos y cogerla del brazo, Luminita se sintió misteriosamente orgullosa de las dos.
-Te voy a enseñar lo que me gusta, ¿vale? -le explicó mientras andaba por aquellos pasillos como por su casa-. Cuando me ocupo de grupos, tengo que hacer un recorrido determinado, pero como esta visita es para ti sola...
Le enseñó primero los frescos de Maderuelo, pintura románica, aclaró; habitualmente no se enseñan, pero a mí me encantan. Luego fueron a ver a los flamencos, el Descendimiento de Van der Weyden y El jardín de las delicias, donde Irene fue señalando una multitud de pequeños detalles que Luminita nunca habría llegado a ver si hubiera ido sola. Eso no la impresionó tanto como la luz que vio en sus ojos, el color de sus mejillas, aquel entusiasmo que tenía el poder de convertir sus conocimientos en sabiduría, una pasión admirable, inspiradora de admiración. ¡Qué barbaridad!, se decía a sí misma, pero si hace nada era una niña, una niña... La Anunciación de Fra Angélico, la Dánae de Tiziano, y después, una mirada traviesa, como en los viejos tiempos.
-Al Greco me lo salto, porque no me gusta.
Y fueron derechas a ver Las meninas, y después, otro cuadro de Velázquez que Luminita siempre había oído llamar por otro nombre.
-No y sí -Irene sonrió-, porque hasta la primera mitad del siglo XX, todo el mundo lo llamó Las hilanderas, pero su verdadero título es La fábula de Aracne, te voy a explicar por qué...
Y le contó la historia de la apuesta entre Dánae y Atenea, y por qué la vieja que aparece a la izquierda del cuadro tiene una pantorrilla imposible y tersa, de mujer muy joven, para que el espectador comprenda que es una diosa. Luminita no lo habría comprendido nunca por sí sola, pero aceptó aquella leyenda con la boca abierta, como todo lo que salió aquella mañana de la boca de Irene, que después la llevó a ver a Rubens, La danza de los aldeanos y Las Tres Gracias, tan monas ellas, con su celulitis de mujeres normales, pensó la visitante, aunque le pareció un sacrilegio decirlo en voz alta.
Con las pinturas negras no tuvo ese problema, porque ellas en sí mismas parecían ya un sacrilegio. Sin embargo, Irene sonreía al mirarlas, y movía los brazos en el aire, como si las palabras no fueran suficientes, mientras interpretaba para ella la macabra orgía infinita de la ferocidad, de la desolación.
-Este sí que es maravilloso -proclamaba ante cada uno de aquellos cuadros, siempre más negro, más sombrío que el anterior-. ¿Verdad?
Y Luminita decía que sí a todo, La romería de San Isidro, los Hombres leyendo, El aquelarre, todo negro, negrísimo, nigérrimo, hasta que el blanco inmaculado de la camisa de un hombre que iba a morir asaltó sus ojos. Los fusilamientos del 2 y el 3 de mayo iban a ser la última estación de aquel viaje, pero después de preguntarle si no era de verdad, de verdad maravilloso, Irene miró el reloj, se mordió el labio inferior, y volvió a parecerse a sí misma con doce o catorce años menos.
-Ven, corre, que tenemos tiempo de ver uno más...
El Prado de Irene terminaba con un anacronismo, un salto atrás de doscientos años, desde 1808 hasta la obra de un fraile cartujo llamado Juan Sánchez Cotán.
-Estos bodegones tampoco suelen enseñarse, pero a mí me gustan tanto...
Cuando la acompañó hasta la puerta, le preguntó si le había gustado. Luminita la miró, sonrió y la besó en las dos mejillas, porque todavía no hablaba español lo suficientemente bien como para contarle lo que sentía.
(Una de esas mañanas de plomo en las que todas las historias parecen agotadas, mi asistenta y mi hija Irene volvieron del Museo del Prado para regalarme este artículo, que es tan suyo como mío.)
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