De cuevas y armarios
He aquí los dientes de leche de una niña neandertal fallecida hace cuarenta mil o cincuenta mil años, a los dos y medio de edad. Dices "dientes de leche", dices "niña", dices "neandertal", y te pones un poco blando, como si se tratara de una primita que acaba de morir. Dos incisivos, un canino y un molar del que los científicos deducirán el resto de su cuerpo. Por los mismos días en los que apareció en la prensa la noticia de este hallazgo, un amigo me contó que al vaciar la casa de sus padres, recientemente fallecidos, tropezó en el fondo de un armario con una cajetilla de Ducados arrugada en cuyo interior descubrió un envoltorio de papel higiénico. Dentro había precisamente unos dientes de leche, los suyos. Su madre, en la versión del Ratoncito Pérez, los fue rescatando de debajo de la almohada a medida que mi amigo los perdía y finalmente los reunió todos en aquel paquete de cigarrillos vacío. ¿Para qué? Para nada, para no tirarlos. Casi todos los dientes de leche se guardan, en cajas de latón, de cerillas, en pastilleros, en papel de aluminio... Al principio, uno los tiene localizados, pero con el tiempo, o con la adolescencia áspera de los hijos, se olvidan y dan tumbos durante años, soportando traslados, limpiezas generales, polvo, humedad, frío... Luego desaparecen o se manifiestan cuando uno ya ha empezado a perder los definitivos (lo de definitivos es un decir). Los de la niña neandertal del valle de Lozoya se hallaron en el fondo de una cueva, vale decir en el fondo de un armario prehistórico. Pero su visión impresiona tanto como la de los propios.
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