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Reportaje:HISTORIA

Una Modelo con los indígenas

No puedo precisar cuándo o dónde vi por primera vez a Cora van Millingen, pero sí que se me quedó en la memoria un resplandor dorado. Había oído hablar de Cora, con entusiasmo y melancolía, a mis anfitriones en México, Patricia y Ramón, que fueron quienes me iniciaron en el conocimiento del país. Decir que se conoce México es presuponer que los contornos que lo delimitan pueden reducirse a lo que sabemos de él, y esto tiene la pretensión de la baladronada. No hay modo de conocer bien un país, y más vale que sea así, para que no nos impaciente la palabrería. En el caso de México, conocerlo bien resulta más inapropiado debido a que está constituido de enigmas y silencios. Algunos de estos enigmas se muestran en la reserva de sus gentes, en especial los indígenas, que hablan poco y recelan de las maniobras que puedan venir de instituciones en cuya creación no han sido invitados a participar. Otros enigmas simplemente palpitan en la tierra, bajo las ruinas de civilizaciones que ya eran antiguas cuando llegaron los primeros españoles. Y hay enigmas que son pura opacidad, quiero decir, falsificaciones que ocultan con velos satinados una pobreza producida por el atropello y la injusticia.

La edad era un conflicto entre su mente inagotable y su cuerpo, que ya no respondía a la vitalidad de su espíritu
Cora no respondía al prototipo demujer extranjera para quien México es un escaparate para el asombro
Ningún problema mexicano le fue ajeno. Se entregó sin reservas y nunca obtuvo nada para su propio provecho

Cosas de esta índole se mencionaban cuando Patricia y Ramón me hablaban de Cora van Millingen. Es decir, que Cora no respondía al prototipo de mujer extranjera, acomodada en México, para quien el país es un escaparate para el asombro, y que se relaciona con los nativos con la vaga condescendencia de quien viene de una sociedad más pragmática y mejor organizada. Fui sabiendo, a medida que conocía el país, que Cora había llegado a México a finales de los años cuarenta, casada con un aristócrata, el barón Percy Ouchterlony de Kellie, perteneciente a una familia sueca de origen escocés que había intervenido en la contienda de los Estuardos y obligó al heredero a huir a Suecia, donde se instalaría, conservando el título nobiliario. Me contaron que Cora había nacido en Egipto en 1910, hija de un adinerado matrimonio holandés (su padre poseía los dos hoteles más importantes de El Cairo, y moriría asesinado; nunca se conocieron las causas); que había aprendido en París la técnica del dibujo rápido con maestros japoneses y durante un tiempo vivió de la venta de sus cuadros; que en Europa había sido una rutilante modelo de alta costura requerida por los modistos más prestigiosos; que en México se había implicado tanto en la defensa de los indígenas mazatecos de la cuenca del río Papaolapan, en la zona de la presa Miguel Alemán, que algunos caciques no solo reprobaron su actuación, sino que también atentaron contra su vida.

Con estas noticias, que surgían con una evocación de tristeza en conversaciones con distintos contertulios que conocían a Cora, se me fue alojando en la imaginación una figura de mujer con un aura de leyenda que, no obstante, o precisamente por ello, me empeñé en creer que tenía que ser fruto de un afecto desmedido o consecuencia de la admiración. Por entonces, Cora rondaba los noventa años, había atravesado el siglo XX, pertenecía a una generación convulsionada por dos guerras mundiales y una vida itinerante, y esto apoyaba previsiblemente una biografía poblada de vivencias enmarcadas en fechas memorables que convertían a esa anciana en una reliquia histórica.

Aún no la conocía, y no llegaría a conocerla hasta mi tercer o cuarto viaje a México. Sin embargo, el azar había dispuesto una marca de designio (cuyo significado solo ahora advierto) al propiciar que la primera noche que dormí fuera del Distrito Federal, en un viaje a Veracruz y a Oaxaca, la pasara en su rancho de Ayotla, en el municipio de Zacatlán de las Manzanas, en el Estado de Puebla. Cora no se encontraba en el rancho, pero en la casa se advertía la presencia de su moradora, no a la manera de quien llena vitrinas con objetos que se multiplican en aparadores, cuadros de abolengo familiar y esas cosas, donde todo parece transpirar en otra época, sino de una manera que no imponía nada al visitante, como si la casa fuera lo que originariamente es una casa: un espacio de acogida común, no el museo de reminiscencias de una anciana. Y lo más notable, sin duda, era la cocina, en forma circular, con hornillos para cada comensal, una cocina incluso hoy vanguardista, que ella había diseñado y mandado construir hacía más de treinta años.

En el patio mantenía unos parterres de flores ferazmente cultivados y unos pilones de piedra recogían el agua de lluvia. En cierto modo, fue allí donde empecé a conocer a Cora van Millingen, pero entonces no sabía que con ella iba a internarme en la biografía, un género que nunca pensé que tantearía.

Es probable que no haya visto a Cora más que en cuatro o cinco ocasiones, y algunas fueron más bien breves. Pese a su avanzada edad, conservaba la extraordinaria belleza que la llevó a trabajar de modelo en los años treinta, contratada en Vogue y en Harper's Bazaar, bajo los focos de los grandes fotógrafos de la época, entre ellos Horst P. Horst y Cecil Beaton.

Ver a Cora suponía asistir a un espectáculo sorprendente de rebeldía biológica: no se quejaba de las deficiencias de la vejez, sino de su inoportunidad. Para esta enérgica mujer, la edad era un conflicto entre su mente, inagotable de proyectos, y su cuerpo, que ya no respondía a la vitalidad de su espíritu. Con 84 años, a raíz de la sublevación zapatista, envió al presidente Zedillo, al subcomandante Marcos y al obispo Samuel Ruiz un proyecto de educación que denominó Colegio del Nuevo Sol. El proyecto, adecuadamente dibujado, contemplaba la cooperación entre indígenas y mestizos, integraba áreas de estudio tan diversas como la curtiduría o el estudio de la genética para el mejoramiento del ganado, e incluía bibliotecas, invernaderos y salas de productos en conserva, además de tiendas de venta de los productos elaborados en las propias instalaciones.

El proyecto era impresionante, tal vez utópico, y desconcertó por igual al político, al guerrillero y al prelado; sin embargo, concentraba las múltiples actividades a las que Cora se había entregado después de la separación del barón De Kellie, cuando en una estancia en el pueblo de San Miguel Allende una lluvia torrencial inundó la casa y empapó los petates del piso. Aquel olor de los petates mojados fue como una revelación -así lo recordaba ella- que la impulsó a conocer el verdadero México y dejar una vida encapsulada en hoteles. Desde entonces, Cora se hizo visible para el México de los indígenas y de los artesanos, de las rancherías y las peonadas; el México de las comunidades maltratadas y los ejidos, de los telares milenarios; el México profundo que equidista de las altas esferas por su acumulación de desgracia en un círculo de humillación con el que el poder perpetúa su hegemonía y exhibe la hipocresía que lamenta la pobreza en que vive la mitad de la población.

Cora se opuso con asombrosa entereza e imaginación práctica ante cualquier manifestación de injusticia, que en México son numerosas e intrincadas, implicándose en buscar alguna solución o en atenuar, al menos, sus peores secuelas. En su actuación no hubo nunca ningún énfasis personal, tampoco la guiaba ninguna incitación redentorista. Simplemente, ante una situación socialmente deplorable, se enfrentaba a ella, aunque pareciera una tarea imposible y los propios damnificados ya se hubieran resignado a la fatalidad.

En la construcción de la presa Miguel Alemán -una obra de ingeniería monumental-, varias poblaciones fueron inundadas y otras quedaron aisladas, como nuevas islas, en la cumbre de la montaña. La zona había sido asiento fértil de los indígenas mazatecos, que ahora apenas podían sobrevivir y a quienes no habían pagado las indemnizaciones prometidas. Para colmo, como en una negra comedia surrealista, administrativamente, esos poblados no existían; en los nuevos mapas, la mancha azul indicaba el embalse, de modo que esos poblados habían sido borrados por decreto. Cora consiguió que esos indígenas, concentrados en la nueva Isla de Soyaltepec, no solo recibieran las reparaciones por las tierras desalojadas, sino que implantó una escuela, creó una estructura sanitaria y organizó el comercio local de huipiles para su venta en el Distrito Federal y en el extranjero.

Tal vez solo con esta gestión de dignificación y justicia, Cora van Millingen podría servir como ejemplo dorado de responsabilidad civil. Pero su implicación social era inagotable. Se propuso rescatar el tren de vía angosta, y durante dos años logró que funcionara el recorrido México-Cuautla, en lo que fue acaso el último intento de mantener viva una de las colecciones históricas más importantes de locomotoras de vapor, que finalmente se vendería como chatarra.

Creó un plan de agroindustrias para la comunidad de Ayotla, enseñó a las mujeres indígenas a elaborar panes y conservas, envió cartas de protesta con propuestas de solución a todos los presidentes de la República y trató con igual confianza a artistas, fotógrafos, arquitectos, artesanos, obreros, campesinos, brujos y falsarios; recorrió prácticamente todo México, conoció bien sus industrias y artesanías, los problemas del campo, la psicología de los caciques, las condiciones de pobreza de los indígenas: ningún problema mexicano le fue ajeno. Se entregó sin reserva hasta las últimas consecuencias y nunca obtuvo nada para su propio provecho.

Murió, o más bien se apagó como una rosa, en diciembre de 2009, con 99 años. No dejó propiedades, solo una ingente y caótica acumulación de documentos que Patricia Díaz recogió y el bibliotecario Xabier F. Coronado consiguió ordenar. Con este material se ha escrito, para que no se pierda su memoria, el esbozo de biografía de Cora van Millingen Extraña en ningún lugar.

Sin injusticias Ese era el mundo que defendía Cora van Millingen. A la izquierda, en dos etapas de su vida en México. En esta página, trabajando con los índígenas, acompañada de su amigo Ramón Salaberria cuando cumplió 98 años, y el día de su entierro, al que acudieron muchos de aquellos a los que ayudó. Rompiendo moldes Arriba, Cora en una imagen del famoso fotógrafo Horst P. Horst en los años treinta. A la izquierda, en su casa de México el día de su 97º cumpleaños. A la derecha, en Soyaltepec y, cuando era bebé, con sus padres en El Cairo.

Cora en su casa de México el día de su 97 cumpleaños.
Cora en su casa de México el día de su 97 cumpleaños.Álbum familiar

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