Faro de la afición
No se por qué me gustan los toros. No me conozco sin sentir la pasión del toreo como guion de mi vida. La obsesión irracional de un niño se fue dotando de argumentos racionales que configuraron la personalidad taurina del adolescente y luego de quien soy en la actualidad. Muchos de esos argumentos los encontré en Chenel. Debuté en el tendido de Las Ventas con apenas 10 años, persiguiendo su mechón en uno de esos festivales que prologaba con maestría aplicando el teorema de las distancias y revelando a la cátedra venteña la verdad del toreo eterno. Sobre esas bases se formó mi afición, como la de muchos otros, una generación, mientras para otras sirvió el maestro de refresco de una pasión dormida o falta de un referente puro. Al poco, el atrevimiento adolescente de llamar a la radio para entrar en concurso cuyo premio era degustar en su finca de Navalagamella un cordero junto al maestro. El Gordo de Navidad era casquería ante semejante vivencia.
El sueño hecho realidad sucedió con el paso de los años, hace ahora una década, buscando referentes documentales para componer la tesina El toreo, el arte olvidado. Antoñete acababa de ser reconocido con la Medalla al Mérito a las Bellas Artes y nos abrió su casa con la generosidad y sencillez del hombre bueno y sabio. Dos días de herraderos, saneamientos, de Romerito comiendo de su mano, de tertulias infinitas con licor de café mojando galletas Chiquilín, de darte de bruces con el toro blanco, de reverenciar las vitrinas vestidas con los trajes de lila y oro, de querer absorber tanto en tan poco tiempo, de forjarme una convicción apasionada de la grandeza del arte de torear y de sus valores, reflejados en Antonio Chenel. Maestro del toreo y faro de muchos que, gracias a él, comprendimos por qué merece la pena entregar la vida a la tauromaquia.
Ignacio Lloret era amigo del torero y es gerente de la plaza de Valencia.
Babelia
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