Gastrobocata de calamares

De cuando en cuando me da un ataque de nostalgia castiza y en mi memoria gustativa brilla como un icono el bocata de calamares. Y digo brilla porque, aunque ellos presuman de servir el mejor bocadillo de calamares del planeta Madrid, yo ya lo tengo grabado a fuego en mi retina desde pequeña: El Brillante. Antes lucía también en Cuatro Caminos, pero su esplendor se mantiene a tope en Atocha, donde los turistas hambrientos de localismo (tras paladear el arte del Reina Sofía) y los locales que turistean se lanzan al calamar frito de día y de noche (cierra entrada la madrugada), ofrecido a velocidad de vértigo. El olfato guiri conduce, sin remisión, a la plaza Mayor y sus aledaños, donde el bocata de calamares rivaliza en popularidad con el rediseñado mercado de San Miguel.
Da igual que el dichoso bocado aporte 500 calorías de media (que si el pan, que si el rebozado), y da igual que el pan a veces tenga un leve helor en su masa caliente, o que los calamares tengan un punto chicloso, o que el aceite (¿de oliva, lo juran?) tenga más frituras de las que debería. Lo que importa es que la grasilla de los sabores cañís hace tremendamente feliz al personal. Dos de mis amigos, uno en Tokio y otro en Nueva York, en cuanto pisan tierra madrileña se lanzan al bocata de calamar, a la tortilla de patatas y al jamón como quien sale de un ayuno de ermitaño. Pero como les han dicho que la urbe lucha por el cosmopolitismo gastronómico, su ansia de novedad pregunta que si hay "bocatas gourmet". Hay aportaciones, como la versión del sushiman madrileño Ricardo Sanz o el bocatín sofisticado (con toques cítricos y asiáticos) del madrileñizado catalán Sergi Arola. Pero lo que podría considerarse gastrobocata, pues no abunda. ¿Y no podrían hacer como en San Sebastián, que hasta las gildas se modernizan sin perder la esencia del pincho?, insisten. Pero ya han visto que es más fácil encontrar un pseudosushi en un bareto con ínfulas de taberna siglo XXI.
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