El lento y rápido viaje de los abrigos
El Almirante se murió hace poco más de dos semanas. Así era como todos conocíamos y llamábamos, en la Real Academia Española, a Don Eliseo Álvarez-Arenas, almirante auténtico, con una larga carrera militar. Si digo la verdad, nunca he leído nada escrito por él. Tengo la vaga idea de que en esa institución siempre ha habido un miembro ilustrado de su profesión (pero quizá me equivoque), necesario para la correcta definición de los innumerables y precisos términos marinos que contiene el español. El Almirante estaba en la misma comisión que yo (nos repartimos en cinco, y cada una va revisando y poniendo al día la parte del Diccionario que le corresponde), así que lo vi y lo traté bastantes jueves. De hecho, sin duda, todos los que yo he acudido a esas sesiones menos el último, ya que él nunca faltaba, a diferencia de mí. En esa última ocasión, antes del verano, Don Arturo Pérez-Reverte, que ahora quedará como mayor experto náutico, se extrañó de su ausencia. "Qué raro", dijo, "debe de estar malo". No hablaba demasiado el Almirante. Puntualizaba lo justo, no sólo en su terreno, y de vez en cuando hacía algún chiste tirando a malo (o quizá era sólo anticuado), lo cual resultaba gracioso, valga la contradicción. Siempre iba pulquérrimo y carraspeaba. Su mirada era benévola y algo irónica. Lo echaremos de menos, estoy seguro, y, cuando regrese yo la próxima vez, mi gabardina o mi abrigo habrán avanzado un paso más.
"Ese avance en el perchero es un tácito recordatorio de nuestra mortalidad"
Desde que hace tres años "tomé posesión" de mi plaza (ese es el término que se emplea allí), me he dado cuenta de que la Academia tiene, para sus miembros, algo de inquietante y algo de tranquilizador, además de otros elementos buenos y malos, claro está. Es tradición que la mayoría de sus integrantes sean longevos. Por hablar sólo de los vivos, Don Martí de Riquer nació en 1914; Don José Luis Sampedro, en 1917; Don Antonio Mingote y Don José Luis Pinillos, en 1919, así que los cuatro son nonagenarios. Octogenarios hay diez, y el propio Almirante se acercaba a los ochenta y ocho, muy bien llevados. Este es el factor "tranquilizador".
En la Academia, sin embargo, hay un perchero corrido, por así decir. De él habló Don Arturo en un memorable artículo, hace ya tiempo y en otro lugar. En la parte superior del perchero hay un gancho, y sobre él una etiqueta enmarcada con el nombre de cada miembro, de modo que todos sabemos dónde debemos colgar nuestro abrigo, gabardina o paraguas. En la parte inferior (una mesa o casi pupitre, también corridos), se nos deja el correo que allí nos llega, en un montoncito. Así que no hay posibles pérdida ni confusión. Cada nuevo académico ve su etiqueta agregada, en el último lugar de la fila. Pues bien, lo "inquietante" es que, a pesar de la longevidad imperante, en los tres años transcurridos desde que mi nombre fue esmeradamente añadido, lo he visto avanzar demasiado rápido para mi gusto, y supongo que para el de cualquiera. En ese periodo de tiempo, si mal no recuerdo, han desaparecido las etiquetas de Don Carlos Castilla del Pino, Don Miguel Delibes, Don Francisco Ayala, Don Valentín García Yebra, Don Luis Ángel Rojo y ahora Don Eliseo Álvarez-Arenas. Poco antes lo habían hecho las de Don Ángel González, Don Fernando Fernán-Gómez, Don Antonio Colino y Don Claudio Guillén. Todos ellos, si no yerro en los cálculos, octogenarios, nonagenarios o incluso centenarios. Nada, por tanto, demasiado fuera de lo natural.
Pero, qué diablos, ese lento y a la vez rápido avance en el perchero es un discreto y tácito, pero innegable recordatorio de nuestra mortalidad, pese a que el orden no lo dicte la edad, sino la antigüedad en la institución. Y así, por ejemplo, el cuarto académico más veterano en la actualidad es Don Pere Gimferrer, que nació tan tarde como en 1945 y a quien auguro una vida centenaria (los poetas duran mucho, ellos en particular). Si me refiero a todos mis colegas anteponiéndoles el "Don" es porque así establece el reglamento que nos dirijamos y aludamos unos a otros no en las comisiones, pero sí en los plenos, por mucho que nos conozcamos y buenos amigos que podamos ser. En estas sesiones nos refrenamos, y a quien un minuto antes hemos llamado un asilvestrado "Paco", le diremos: "Profesor Rico, no puedo estar más en desacuerdo con usted". O nos referiremos, a quien toda la vida ha sido "Álvaro", como al "señor Pombo, cuyas propuestas son invariable y afortunadamente excéntricas". No me parece mal que sea así, como tampoco que acudamos con corbata, prenda que no suelo ponerme en casi ninguna otra ocasión. En una sociedad tan zafia y confianzuda como la española, es de agradecer que quede algún reducto -privado, eso sí- de cortesía y civilidad, aunque éstas sean artificiales (toda educación es en realidad artificial, y, en contra de lo que cree gran parte de nuestra sociedad simplista, nada hay tan brutalizador como "lo natural").
Tampoco me parece mal ese lento y rápido viaje de los abrigos, por inquietante que sea, en ese lugar. Cada vez que colgamos el nuestro de un gancho más avanzado, dedicamos un breve recuerdo a los que ya se fueron, y adquirimos mayor conciencia de que el tiempo va pasando, se va acercando. Pero también de que el tiempo casi siempre da tiempo, de que suele ser urbano y gentil y de que, a pesar de las impresiones, probablemente transcurrirán muchos jueves antes de que ese abrigo nuestro se atreva a dar un paso más.
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