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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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Pegando tiros por Alphaville

Diego A. Manrique

Hace muchos trienios, ya lo avisaba el Hombre Sabio, Internet era solo un rumor pero él intuía la balcanización del rock. "Es pura demografía", me explicaba. "Los hijos de los jodidos frustrados del baby boom están llegando a los escenarios. Son niños consentidos: les compraron buenas guitarras eléctricas y tienen permiso para experimentar. No quieren una carrera musical: aspiran a un ratito de vida bohemia. Si las cosas van mal, papá recogerá los trozos".

Corrían los noventa. En España, los nuevos poperos rechazaban todo lo conquistado en la década anterior. Muchos cantaban en algo parecido al inglés y despreciaban al público convencional. Reinaba el ombliguismo pero, misteriosamente, habían pulsado una invisible cuerda generacional. A su alrededor se tejía una red de discográficas, revistas devotas, emisoras consagradas al ra-ra-ra.

Hay demasiados guitarristas y pocos historiadores de la vida salvaje

Quince, 20 años después, la balcanización se ha transformado en atomización. Los sellos independientes ya no pueden dar salida a lo mejor de la oferta. Es la hora de la autoedición, de las canciones y los discos enteros regalados. Las redes sociales ofrecen la ilusión de una audiencia global pero imposible vivir de tu arte. Así que mucho respeto para los que se buscan un modus vivendi paralelo. Pienso en Bruce Bennett, un guitarrista neoyorquino que toca con grupos contemporáneos, aunque también acompañó a bárbaros arrugados como André Williams o Hasil Adkins. Venía de gira con Yo La Tengo pero no seguía a Ira Kaplan en sus expediciones gastronómicas. Se quedaba en el hotel, pedía un sándwich y se dedicaba a teclear en su ordenador.

Ahora descubro lo que Bruce estaba escribiendo: Alphaville, un libro subtitulado Crimen, castigo y la batalla por el Lower East Side de Nueva York. No intenten buscarlo en las librerías españolas: aparte de los tomos (Homicidio, La esquina) de David Simon que saca Principal de los Libros, no se edita mucho de lo que podíamos denominar no ficción criminal.

Alphaville es el nombre cool de lo que los neoyorquinos conocen como Alphabet City, en referencia a las avenidas A, B, C y D. Poseía cierto aroma romántico, como testifica Venus of Avenue D, de Mink DeVille. Pero nunca faltó el peligro: Rubén Blades sitúa el encuentro fatal de Pedro Navaja entre las avenidas A y B. En Alphaville, Bennett da forma a la biografía de Michael Codella, un agente que se empeñó en acabar con el tráfico de heroína en los bloques de viviendas municipales. Zona latina, donde el aviso ante la presencia de policías era "¡agua!", en español.

Naturalmente, Alphaville es autoexculpatorio. Codella, bautizado Rambo por sus enemigos, insiste en que nunca robó dinero a camellos o clientes; sí confiesa que se guardaba bolsitas de jaco, para mantener contentos a sus confidentes. Una mala bestia, muy capaz de putear a los desafortunados yonquis que reclamaban sus derechos o alegaban amnesia. En sus páginas se cuelan figuras del ambiente musical, como Rockets Redglare, un colega-de-las-estrellas que estuvo cerca de Sid Vicious o Jean-Michel Basquiat en sus últimas horas. Y Tiffany, aquella punkita que se prostituía para mantener su hábito... hasta que chocó con un seguidor de la película El silencio de los corderos. Se menciona de pasada a Keith Richards. Ni rastro, sin embargo, de las fantasmadas que este cuenta en su Vida, cuando relata que iba a pillar al East Side y salía disparando al aire, para que nadie intentara robarle el material.

Con el proceso de gentrification, Alphabet City se ha pacificado... relativamente: allí transcurre el reciente libro La vida fácil, de Richard Price. Se agradece que Bruce Bennett, en complicidad con Michael Codella, evoque sus años feroces. Hay demasiados guitarristas y pocos historiadores de la vida salvaje.

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