El jardín del aventurero
Cuando terminó de hacer la maleta, a Manuel todavía le quedaba una tarea pendiente. La abuela estaba en la cocina, el abuelo estrenando la Liga ante el televisor con una cerveza y una bolsa de patatas fritas. Al escuchar que iba a dar una vuelta, los dos le pidieron que no fuera muy lejos. Cada día anochece un poco antes, apuntó ella, tus padres no tardarán ya, remató él. El chico contestó a todo que sí y rodeó el jardín por el camino más largo, como si necesitara intimidad para despedirse de las esterlicias.
Recordaba muy bien el día que llegaron a la casa. Su padrino, el más misterioso y aventurero de los hermanos de su padre, el único al que nunca había visto con traje y corbata, había alquilado un camión para traerlas. Manolo se ha vuelto loco... Aquel susurro, que viajó de boca en boca hasta alcanzar a todos los adultos que tomaban el fresco en el porche de atrás, le llamó la atención lo suficiente como para acercarse a un hombre que contaba, entre sus muchas cualidades, con la virtud de contestar a sus preguntas. ¿Qué es eso? Son flores, Manuel, y le cogió en brazos para que las viera bien, o mejor dicho, plantas que al crecer darán unas flores muy grandes y muy bonitas, con unos pétalos naranjas, alargados, que parecen plumas de pájaro. Por eso las llaman aves del paraíso... Lo único que él vio fue un montón de bolsas de plástico negro de las que emergían unas hojitas verdes muy sosas, pero como estaba aburrido, ayudó a su tío a llevarlas hasta más allá del huerto, a una parcela de tierra sin cultivar donde las fueron colocando en orden, una junto a otra.
"Las esterlicias le habían enseñado el mecanismo de la melancolía, el aprecio por las cosas"
Entonces tenía cinco años y las plantas eran mucho más pequeñas que él. Pero no les cogió cariño por eso, sino porque creyó que obrarían el milagro de mantener a su tío Manolo cerca de él. Esa era la idea, desbrozar y acondicionar un campo que no se sembraba desde hacía años, plantar allí las esterlicias, y forrarse. Eran plantas muy duras, le explicó su dueño, que producían varias veces al año unas flores muy caras, un negocio redondo, resumió. Y tendrás que quedarte a vivir aquí, ¿no?, razonó el niño. Bueno, el adulto sonrió, tendré que venir más a menudo, para estar pendiente de ellas...
El tío Manolo sabía pilotar una avioneta y tripular un velero. Lo primero lo había aprendido en la mili. Lo segundo, apuntándose desde pequeño al primer barco que saliera del muelle del pueblo y haciendo un examen después. Además, sabía hacer muchas otras cosas que ignoraba el resto de la familia, hablar alemán y podar las viñas, montar a caballo y avistar ballenas, hacer vino y guiar excursiones por el desierto. Por eso, a Manuel le sacaba de quicio que su madre dijera que era un vago. ¡Un vago, con todas las cosas que sabe hacer!, protestaba él, pues yo, de mayor, quiero ser como él. Pues no, replicaba ella, tú, de mayor, irás a la universidad, igual que tu padre. A la universidad, ¡sí, hombre!, pensaba él, para ser abogado, como tú, o ingeniero, como papá, ni hablar... Pero no se atrevía a decirlo en voz alta, porque sólo tenía diez, once, doce años.
Ya le faltaba poco para cumplir catorce, y las esterlicias, inmensas y frondosas, con sus hojas enormes de un tono verde intenso, formaban una selva tupida, más alta que él, en el mismo lugar donde las habían puesto cuando las bajaron del camión. Aquel emplazamiento provisional se había convertido en definitivo porque antes de que terminara de preparar el campo al que iban destinadas, el tío Manolo aceptó un trabajo irresistible, y se fue a cruzar el Atlántico para llevar un barco hasta Buenos Aires. El verano siguiente estaba en la selva de Bolivia, echando una mano a unos cooperantes muy majos que, en realidad, debían de necesitar las dos, porque un año más tarde seguía allí. Entretanto, las raíces de las esterlicias habían roto el plástico, para empezar a crecer al lado del huerto. Si no las trasplanta este año, comentó el abuelo a principios del verano siguiente, yo creo que ya no va a poder ser... Y no fue, porque entonces su dueño estaba en Sidney, Australia, nadie sabía por qué, ni para qué, ni cómo, ni con quién.
Las esterlicias se quedaron allí, en aquella tierra que no era buena para ellas, sin espacio suficiente para crecer bien, sus hojas enredándose entre sí como los brazos de una tripulación de náufragos desesperados. El abuelo las regaba y, al principio, recogía las flores a las que tenía acceso, pocas en comparación con las que le desafiaban desde el centro de aquella selva infranqueable. Hasta que la abuela se cansó, y desde entonces su marido dejó que se secaran en su rama.
En su última tarde de vacaciones, Manuel siempre iba a despedirse de las esterlicias que le habían enseñado el mecanismo de la melancolía, el aprecio por las cosas que se van, los amores que siempre permanecen. Seguía echando de menos a su tío Manolo, aunque ya no estaba muy seguro de lo que quería ser de mayor.
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