La muerte perfecta
Un buen día llegó a casa muy exaltado.
Había visto un ataúd bajando en una barca fúnebre por el Gran Canal, camino de San Michele, y le pareció que esa era la forma adecuada de morir. Bien es cierto que no se debe festejar la muerte de nadie y menos aún el proyecto de la propia, pero el haber descubierto por fin el modo de acabar con elegancia le puso de un humor excelente, de manera que sin perder un segundo se dispuso a celebrarlo. Se dio una buena ducha y se puso un traje de lino, y antes de volver a la calle brindó consigo mismo con una copa de vino del Abruzzo. Ya en la calle se sentó en una terracita cerca de la avenida de Garibaldi. Mañana mismo tendría que empezar con los preparativos si quería llegar a tiempo, pero por el momento se conformó con imaginarse perfectamente muerto flotando sobre las aguas del Gran Canal. Con eso le bastaba para ser feliz. Además, como no era tonto, sabía que la cosa no iba a ser nada fácil teniendo en cuenta que no había nacido en Venecia, ni conocía a nadie allí. Lo más seguro, a qué engañarse, es que fuese muy difícil conseguirlo, por no decir del todo imposible. ¡No entierran a cualquiera en San Michele! Es más, cuanto más lo pensaba, menos factible le parecía, y aun así no estaba dispuesto a negarse el placer de imaginarlo. De hecho, y eso era casi un alivio, podía contentarse con darle vueltas a la idea teniendo en cuenta que no había ni la más remota posibilidad de consumarla. Mientras cenaba hizo inventario de su ropa y decidió que lo mejor sería comprar un traje negro ex profeso para la ocasión. Había asistido alguna vez a ese penoso momento en el que los familiares cercanos se enfrentan al problema de tener que elegir por el ya ausente la postrera vestimenta y le pareció que someter a un ser querido a ese tormento no era de recibo si podía evitarse. Aparte, claro está, de que no puede uno fiarse de según qué gente en asuntos tan delicados. Cuántas veces en los tanatorios asistimos al tristísimo espectáculo de una corbata mal elegida, o torpemente anudada, al horror de un dobladillo mal cosido, o al espanto del par de gemelos equivocados.
"Se conformó con imaginarse muerto sobre las aguas del Gran Canal"
Concentrarse en el atuendo final le animó la cena y le ayudó a soportar la decepción ya evidente de no ser capaz, ni en el mejor de sus sueños (y este era de los mejores), de conseguir ser enterrado jamás de los jamases en San Michele y de no conseguir tampoco, a buen seguro, hacer ese último viaje en barca con los piececitos por delante.
Es curioso cómo funciona el alma de un hombre alegre, porque darse cuenta de todo ello no disminuyó ni un ápice la felicidad de haber imaginado por un momento la muerte perfecta. Todo lo contrario, hasta se descubrió sonriendo sin ton ni son a los ruidosos críos que jugaban en la avenida y saludando con un dulce levantar del ala de su sombrero a las ancianas más ceñudas, y eso que no soportaba a las ancianas, ceñudas o no, ni a los críos, ruidosos o no. Y eso, habría que añadir, que no tenía ni sombrero.
Pero lo mismo daba, tal es el entusiasmo que embarga a un hombre bien dispuesto cuando acierta por fin a vislumbrar la muerte perfecta, tan es así que una vez vista, es la muerte la que en retorno, y cabría decir que como muestra de agradecimiento, empieza a cuidar de todos y cada uno de los detalles de la vida, empezando por aquellos que antes parecían tan inasibles y caprichosos como las carpas salvajes del Danubio.
Se alegró también de pensar de pronto en las carpas salvajes del Danubio porque era algo en lo que no había pensado nunca antes.
Tal vez ahora, pensó tirando de ese sedal, consiga pescar por fin lo que me propongo.
Luego pidió más vino y después un poco más y así hasta volver a casa tan distraído, por no decir borracho, que la muerte le pareció de pronto poca cosa, cerca o lejos del Gran Canal y dentro o fuera de Venecia, y la vida, en cambio, e incluso con los gemelos equivocados, una cosa la mar de entretenida.
Esa noche, vivo y en Venecia, durmió como un niño.
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