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Reportaje:Un verano en el agua

El escaso cloro y agua dulce pública

Seis distritos en los que viven 750.000 personas no tienen piscina - Los 25 centros municipales disponen de cafetería y puestos de comida

Cuando llega el verano la gente busca primera línea de playa. Si hay playa. A los que están condenados a pasar calor en la ciudad solo les queda buscar el agua encastrada entre cuatro paredes. Pero el olor a cloro de las piscinas no impide que emerjan como un oasis en medio del palmeral de edificios plantados sobre el asfalto. Un suelo que puede hacerse interminable para 750.000 madrileños que no tienen en su distrito una instalación de verano. Son barrios en segunda, o tercera, línea de playa.

Las 25 instalaciones públicas que están abiertas esta temporada salpican la ciudad con bastante poca gracia. Ni en Retiro, con 124.000 habitantes; ni en Salamanca, con 148.000; ni en Chamartín, donde viven 147.000 personas; ni en Barajas (46.500), ni en Centro (144.000), ni en Chamberí, con 145.000 habitantes, pueden darse un chapuzón sin salir del barrio. Sin meterse en el metro o subirse al bus, como si se fueran a la playa, con la toalla, el protector solar y las chanclas.

Hay 60 instalaciones para bañarse entre todos los deportivos de la ciudad
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Menos mal que Madrid se vacía en agosto y que hay gente que no es de piscina pública. Habría que ver las 60 instalaciones que suman todos los centros deportivos refrescando a tres millones de personas. Pero salvo los sábados y domingos, que la afluencia en algunos impide encontrar un hueco para dejar la toalla, las piscinas de Madrid suelen permitir a los usuarios tomar el sol o poner la cabeza a la sombra, eso sí, siempre en el suelo. No hay ni una sola tumbona.

Lo que no falla es el bar. La cerveza y el bocadillo de tortilla. Con un poco de suerte y sabiendo elegir, también se puede comer hasta una paella. Los precios varían, pero desde 1,5 o dos euros se puede beber una caña. Las hay hasta con autoservicio y menú por menos de ocho euros con un mero al oporto de segundo acompañado de una copa de vino tinto. Un viernes de julio, sin embargo, las barras lucen vacías y en los merenderos brilla el papel aluminio que envuelve bocadillos caseros. Tarteras con tortilla y hasta algún bidón lleno de hielos para mantener las bebidas frías y no tener que comprar ni una lata.

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Debe ser cosa de la crisis. Pero hasta eso se olvida cuando uno llega del metro, tras un paseo a veces demasiado largo bajo el sol, cruzando avenidas imposibles y respirando humos. Quitarse la ropa y darse un baño. Con la toalla bien pegada a primera línea, Madrid se queda fuera.

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