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El ruido y las nueces

Cada vez que se publican los datos de deuda pública de las Administraciones territoriales saltan las alarmas. A cierre del primer trimestre, la deuda financiera de las Comunidades Autónomas ha vuelto a crecer hasta los 121.500 millones de euros, mientras que en las corporaciones locales asciende a algo más de 37.000 millones. A pesar de su magnitud, estos importes representan menos de una cuarta parte de nuestra deuda pública total. Y hay que volver a recordar que esta última, en conjunto, equivale a poco más del 60% del PIB, uno de los ratios más bajos de la Unión Europea.

Con esta introducción no queremos simplificar el problema, mucho menos en el estado actual del debate sobre la situación de las finanzas públicas. Es evidente que los diferentes niveles de Gobierno (central, autonómico y local) deben estar alineados en la necesidad de consolidar las cuentas públicas y ayudar a recuperar la confianza tanto de los inversores, que son en última instancia los que deben financiar nuestra deuda, como también, y no menos importante, de la ciudadanía.

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Pero nos gustaría aclarar algunos conceptos sobre los que se está generando una gran confusión que no hace sino deteriorar la credibilidad de nuestras Administraciones, especialmente de las territoriales. Si esta percepción no se reconduce, puede seguir aumentando la prima de riesgo del país, que ya está padeciendo los costes de tener que financiar la mitad de su déficit previsto para este año con un diferencial que duplica al del Tesoro.

Para ello es fundamental convencernos de que la contabilidad pública española ofrece una imagen más fidedigna de nuestra Hacienda de lo que se está trasmitiendo. Desde luego, los desequilibrios no son ni despreciables ni sostenibles en el tiempo, y las cifras son muy elocuentes sobre las regiones que presentan mayores desajustes.

La presión para alcanzar o aproximarse a los objetivos presupuestarios ha podido generar una dinámica de retraso en el reconocimiento de algunas obligaciones de pago, como han denunciado las empresas proveedoras de la Administración. Pero en absoluto alcanza las cifras que se reflejan en las especulaciones al uso. Cualquier estimación sobre esta magnitud no deja de ser un brindis al sol, si bien, en nuestra opinión, el posible agujero no supondría más de algunas décimas sobre el PIB nacional.

Otra consideración bien diferente, y que no debe confundirse con la generación de un déficit oculto, es el hecho de que se haya acumulado un volumen inquietante de facturas pendientes de liquidación. Según las cuentas financieras del Banco de España, las Administraciones territoriales españolas tenían a finales del pasado ejercicio 58.000 millones de euros en facturas sin pagar. A todas luces es una disfunción del sistema con consecuencias graves sobre el empleo y la actividad en el sector privado que tiene que corregirse. Pero no debe olvidarse que estas facturas están contabilizadas y recogidas en el déficit reflejado según los criterios de Contabilidad Nacional, que son los que se tienen en cuenta para el cumplimiento de los objetivos de estabilidad frente a la Comisión Europea.

Como también está recogido en las cifras oficiales el desequilibrio de las empresas públicas que no actúan orientadas al mercado o que se consideran meramente instrumentales de la Administración. En nuestro país hay una revisión permanente del perímetro de consolidación de las cuentas de las comunidades autónomas y me atrevería a decir que incluso con más celo que en algunos de los países que hoy no se ven cuestionados. No se puede negar que la búsqueda de una mayor flexibilidad en los procesos de contratación y, en ocasiones, de endeudamiento indirecto, ha contribuido a la creación de 2.400 entes públicos dependientes de las comunidades autónomas o 450 del Gobierno central, magnitudes que hoy parecen tan desproporcionadas como innecesarias.

Pero, de nuevo, hay que relativizar los problemas en su justa medida, porque estos entes explican algo menos de un 15% de la deuda pública autonómica y su ritmo de crecimiento ha sido menor que el de la Administración general. De hecho, el peso de la deuda de empresas públicas no recogidas en su perímetro de consolidación es cuatro puntos inferior al registrado en 2008. Por lo tanto, quien piense que reduciendo drásticamente el número de empresas o entes dependientes es suficiente para reconducir el déficit hacia los objetivos no es consciente de la verdadera dimensión ni de la razón de nuestros desequilibrios, que no reside tanto en la deuda como en la evolución del gasto público.

Efectivamente, ello obliga a una profunda reflexión sobre nuestras Administraciones públicas. Tal vez pudiera ser útil introducir una nueva regla fiscal que acote el crecimiento del gasto público, siempre y cuando sea fácil de trasladar a los diferentes territorios y no genere distorsiones sobre el crecimiento regional o las diferencias de renta per cápita. Pero, más que añadir complejidad a la normativa de estabilidad presupuestaria, lo que se puede echar en falta es un mayor compromiso en su cumplimiento. En primer lugar, exigiendo más responsabilidad en la elaboración de los presupuestos con escenarios plurianuales. En segundo lugar, estableciendo mecanismos de cooperación o colaboración, tanto con otras Administraciones como con el sector privado. Hay un amplio recorrido no explorado en el aprovechamiento de sinergias para alcanzar una mayor eficiencia del gasto público. Y por último, revisando de forma consensuada las fórmulas de proporcionar servicios al ciudadano, lo que no implica necesariamente reducir los esenciales ni disminuir su calidad. Pero en el medio plazo, ofrecer servicios de elevada calidad exige una racionalización y una financiación que la tendrá que asumir o el contribuyente o el usuario.

José Antonio Herce y César Cantalapiedra son socios de Analistas Financieros Internacionales (AFI) y profesores de la Escuela de Finanzas Aplicadas.

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