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Columna
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Negacionismo

Lluís Bassets

La revolución contra Ben Ali empezó hace seis meses. El próximo lunes empieza su juicio en Túnez, en el que se le imputan más de 90 delitos, en buena parte propios de un capo mafioso y no del jefe de Estado que fue durante 23 años. Debidamente refugiado y protegido por la monarquía saudí, que ha hecho oídos sordos a las peticiones de extradición, será juzgado en ausencia y sin ninguna voz que salga públicamente en su defensa, ni en Túnez ni en Francia, país este último donde las hubo, abundantes y bien situadas a derecha e izquierda, y contó con explícitos apoyos en las más altas instancias de la República hasta el último momento.

El tiempo transcurrido y el tropel de acontecimientos de este medio año hacen de la revolución tunecina el hito más antiguo de una temporada que está cambiando el viejo orden del mundo árabe. Todavía no se ha alcanzado la democracia y los tunecinos ya hablan de su revolución como si fuera una leyenda o un mito. Parece que ocurrió hace un siglo. No es extraño porque han ocurrido más cosas en estos seis meses que en los últimos seis años.

Hay reacciones ante las revoluciones árabes que se asemejan a la ceguera ante la crisis económica

La caída de Ben Ali, a pesar de la dimensión limitada del país y de su escaso valor geoestratégico, cambió por sí sola el paisaje del mundo árabe. Los dictadores árabes pueden caer: nunca había sucedido antes. Si cae este, pueden caer otros: Mubarak tardó cuatro semanas en confirmarlo. Era solo el comienzo y nada sabemos del final.

No es extraño encontrar ahora a expertos que reclaman su clarividencia ante la oleada revolucionaria que se avecinaba. En realidad, el inicial escepticismo ante una eventual caída de los dictadores no cesó ni siquiera después de la huida de Ben Ali a Riad. "Egipto no es Túnez" fue la frase de moda por unos días, justo los que faltaban para que la plaza Tahrir se convirtiera en el centro del mundo. Luego llegó "Libia no es Egipto". Y más tarde otras variantes: estos regímenes no han cambiado ni van a cambiar; ahí están los militares e incluso elementos del viejo régimen al mando.

La lista de lo sucedido en estos seis meses aclara de qué estamos hablando. Hay dos países, Túnez y Egipto, en transición hacia una democracia parlamentaria. Cuatro más se hallan en distintas fases de una violenta convulsión: en Bahréin todavía arden unas pocas brasas de la protesta sofocada por tropas extranjeras; pero en Yemen, Libia y Siria la suerte está ya echada para los dictadores. Ningún punto de la geografía árabe se ha quedado sin su dosis. Mínimas en Arabia Saudí, a cargo de las mujeres que exigen el derecho a conducir automóviles. En otros casos con suficiente amplitud como para preocupar a los autócratas, como es el caso de Marruecos.

Todos los regímenes han habilitado programas de reformas y ayudas sociales, en algunos casos de auténtico calado. La reforma constitucional que prepara Marruecos pudiera situarle entre los países en transición si el rey renuncia a sus poderes efectivos y a su patrimonialización de la economía. La monarquía saudí, en cambio, se limita a comprar la pasividad de la población con ayudas directas, mientras organiza un émulo del Pacto de Varsovia al que ha invitado a Marruecos y Jordania para garantizar la solidaridad entre autócratas y reprimir nuevos focos.

El balance final exigirá años, quizás decenios. Pero hay cambios ya perceptibles. Estados Unidos y las viejas potencias europeas han dado un volantazo en su política árabe. Más por obligación que por gusto, han pasado de la realpolitik de los últimos 60 años al idealismo que exige un programa de democratización de la región. Todas las cancillerías están revisando sus políticas exteriores, súbitamente enfrentadas a una exigencia de acomodación al nuevo orden. Nadie duda de que la oleada llegará a Israel, que no podrá resistir impávido estos embates.

El Consejo de Seguridad de Naciones Unidas ha recuperado la obligación de proteger con motivo de la guerra en Libia, después de los años unilaterales de George Bush. También el Tribunal Penal Internacional, institución central del multilateralismo, ha recibido un chorro de oxígeno con el encargo de procesar a Gadafi. La Unión Europea misma está improvisando una nueva política de vecindad, tras el sonoro fracaso de una Unión para el Mediterráneo que todavía no ha echado a andar.

Las reacciones ante las revoluciones árabes se asemejan a las que suscitaron los primeros síntomas de la crisis económica. Un amplio segmento de la opinión, tan conservador como supersticioso, prefiere buscar atenuantes a la profundidad de la oleada en vez de aguzar los sentidos para captar toda su dimensión. No es solo un problema de conocimiento, sino ante todo de capacidad de acción, normalmente embotada por el negacionismo y la ceguera. Esta es la otra lección: primero con la crisis, ahora con las revoluciones árabes, dos veces en la misma piedra apenas en cuatro años.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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