La Puerta del Sol
En la azotea del edificio que media entre Alcalá y la carrera de San Jerónimo, un anuncio de Tío Pepe hace las funciones de santo patrón.
A principios del siglo XX, los bajos de aquel edificio, a la sazón el hotel París, acogían el café de la Montaña, donde don Ramón María del Valle-Inclán recibió una herida que acabaría costándole el brazo izquierdo. Aunque él prefería contar que un buen día, andando por la selva, un león le miró mal, y no le quedó más remedio que desenvainar el machete con la diestra, cortarse el otro brazo de un tajo heroico, certero, arrojarlo a las fauces de la fiera y salir corriendo para salvar la vida, la verdadera historia comenzó, ¡ay!, con una mala crítica. Dispuesto a resarcirse de ella, y aprovechando que su autor, Manuel Bueno, tenía una mujer muy hermosa, don Ramón se dedicó a seducirla hasta que consiguió que aceptara una cita en el hotel París. Pero la cosa no quedó ahí, porque también se cuidó de que, mientras consumaba el adulterio, alguien informara al esposo de lo que estaba sucediendo. Después, mientras recobraba las fuerzas en la barra del café, ¿dónde si no?, el crítico irrumpió en el local, bastón en mano. El escritor se cubrió la cabeza con el brazo izquierdo para protegerla del primer bastonazo, que impactó en el puño de su camisa para incrustar en la muñeca el vástago del gemelo. La herida no parecía grave. No lo habría sido si la mala suerte no hubiera conspirado con el escaso apego de don Ramón al agua y al jabón. Pero como él era partidario de lavarse poco, la roña acumulada en su piel entró en contacto con su torrente sanguíneo y la infección degeneró en una gangrena que le obligó a sacrificar el brazo para, eso sí es cierto, salvar la vida.
"Desde el 14 de abril de 1931, los madrileños sabemos que caben en ella 30.000 personas"
Pero cuando yo era niña, mi anuncio favorito estaba en la otra esquina de la carrera de San Jerónimo. "Su tipo como ninguno en Espoz y Mina 1", rezaba el luminoso vertical de una tienda de fajas. Muy cerca, una zapatería de nombre peligroso, Los Guerrilleros, llamaba la atención de los viandantes con grandes y paradójicos reclamos: "No compre aquí. Vendemos muy caro". ¿Y por qué ponen eso, mamá? ¿Pues por qué va a ser?, porque es una zapatería muy barata... Yo aún entendía menos que un poco más allá, justo después de atravesar Carretas, todos los peatones corrigieran su trayectoria para pegarse el borde de la acera, lo más lejos posible del edificio de ladrillo rojo cuya torre sigue albergando el reloj que marca la llegada de todos los Años Nuevos. La antigua Casa de Correos, actual sede del Gobierno de la Comunidad de Madrid, era entonces la Dirección General de Seguridad, el lugar más temible de la ciudad. Junto a las puertas que nadie quería traspasar, una placa de bronce consignaba ya entonces las coordenadas geográficas de la ciudad. Un poco más allá, en el suelo, estaba y está la placa que marca el kilómetro 0 de todas las carreteras radiales españolas.
En mi adolescencia, la plaza estaba llena de tiendas de decomisos, que vendían relojes y transistores un poco más baratos que las demás, porque en teoría procedían de alijos de contrabando decomisados por la policía, pero justo enfrente de la boca del metro, estuvo, está y seguirá estando La Mallorquina, eterna pastelería que mira cara a cara al "sol de España embotellado" y que ya ocupaba la esquina de Sol con la calle Mayor cuando la proclamación de la II República logró que su fachada diera la vuelta al mundo. No sé si Lanas Alondra, la tienda de labores que ocupa la esquina gemela entre Sol y Arenal, es tan antigua, pero yo la recuerdo desde siempre.
Frente al reloj de todas las Nocheviejas, los edificios que flanquean Carmen y Preciados, dos de las calles peatonales más bulliciosas y animadas de la ciudad, aparecen invadidos por el logotipo de El Corte Inglés, pero un poco más allá otro vetusto y adorable superviviente, Casa De Diego, sigue llenando sus escaparates de bastones, abanicos y paraguas. De allí arranca la calle de la Montera, que tiene una especialidad bien distinta. Un día, hace muchos siglos, la fundaron. Yo calculo que, un minuto después, la primera prostituta se acomodó en una de sus esquinas. Desde entonces, todos los alcaldes de Madrid han diseñado planes, han aprobado órdenes, se han comprometido con sus vecinos para echarlas de allí. Ninguno lo ha conseguido. Quizá por eso, desde el centro de la plaza, Carlos III, el único rey amado por todos los madrileños de todos los tiempos, parece sonreír, montado en su caballo.
Le acompañan un oso, congelado en el instante en que acerca el morro a los frutos del madroño en cuyo tronco ha apoyado sus patas, y una Venus a la que, a mediados del siglo XVII, los castizos rebautizaron como la Mariblanca y nunca ha tenido otro nombre.
Esto es la Puerta del Sol. Esto y mucha, muchísima gente.
Desde el 14 de abril de 1931, los madrileños sabemos que, cuando está abarrotada, caben en ella 30.000 personas.
La policía nunca reconoce más de 25.000.
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