El arte vela sus armas en Venecia
La crisis económica y la corrupción política centran las propuestas de la cita
Un gimnasta corre y corre como si no hubiera mañana sobre una cinta mecánica. ¡En lo alto de un tanque! La velocidad de sus zancadas es directamente proporcional al ensordecedor zumbido emitido por el vehículo de combate. El hombre en cuestión para en seco y desciende del tanque. Mientras tanto, en una sala anexa, otro corredor hace lo propio sobre las butacas de un avión. Esto es la Bienal de Venecia de Arte y esta es la clase de historias que se proponen aquí.
La pieza, de Allora y Calzadilla, recibe a los visitantes al Pabellón de Estados Unidos. Y podría leerse como una metáfora de las escasas, por decirlo de un modo suave, capacidades del hombre corriente para oponerse a la escalada bélica. ¿O se trata de una reflexión sobre los siempre crecientes problemas de seguridad, según los poderosos?
Conceptos como el juego desaparecen en esta edición de la ecuación creativa
Dora García invita en el pabellón de España a reflexionar sobre lo inadecuado
Sea como sea, la instalación atrajo ayer todas las miradas en la jornada de apertura de la 54ª edición de estos verdaderos Juagos Olímpicos del arte contemporáneo. Una cita que toma la ciudad hasta noviembre como una incontestable demostración del mercado que todo lo puede, un campeonato mundial creativo por países y una desafiante y estimulante reflexión acerca de las contradicciones de nuestro tiempo. Este año los pabellones, al menos los nacionales, están impregnados de soflamas políticas. La primavera árabe, la crisis económica, el paro y, en suma, la debilidad y la necesidad del replanteamiento de un sistema en entredicho son, por lo visto aquí, los temas que dominan el imaginario de los artistas contemporáneos.
Como un tozudo microrreflejo de una realidad que no puede resultar más macropreocupante, la Serenísima amaneció ayer aquejada de una incómoda huelga de vaporettos. Saludaba a los miles de visitantes que han empezado a llegar a las sedes de la Bienal (Giardini y Arsenale) y a los más de 30 museos que inauguran exposiciones aprovechando el tirón de la cita. La huelga iguala estos días a artistas, periodistas y trabajadores de los 83 pabellones, todo un récord de participación: se arrastra, tiran de pesadas maletas y suspiran por conseguir una botella de agua o una sombra en la que descansar un momento.
La diferencia en esta edición es que conceptos como el juego han desaparecido de la ecuación artística. Han sido reemplazados por otros más descorazonadores. Mike Nelson, por ejemplo, recrea en el pabellón de Reino Unido un desolador espacio titulado El impostor. Conocedor a fondo de Estambul, ciudad en la que vivió durante años, Nelson ha construido un refugio al que se accede con la cabeza agachada y a través de pasillos oscuros y semidestruidos. El recorrido atraviesa habitaciones en las que el sufrimiento y la maldad se antojan viejos habitantes. Un rincón lleno de vendajes usados por uno o varios heridos, unas patas de cama con cuerdas rotas a las que alguien ha estado amarrado, un laboratorio fotográfico en el que se podría suponer que se han manejado imágenes de gente a la que secuestrar, una cocina con restos de comida y de sangre... El lugar puede haber sido ocupado por víctimas o por verdugos. Lo mismo da. La suma de todo ello deja tras de sí la huella de un inmenso dolor.
Parecido ritmo y ambiente maneja el asturiano Ángel Vergara, protagonista del pabellón de Bélgica. Vídeos, fotografías y pinturas le sirven para denunciar a los culpables de todos los pecados imaginables. Los rostros de Obama, Sarkozy, Merkel, Clinton o Berlusconi se proyectan en blanco y negro, mientras una segunda película, una sucesión de manchones de pintura, se superpone sobre esas caras. Resulta especialmente inquietante la visión de un Berlusconi que mira a la cámara desafiante y ensangrentado tras la agresión sufrida en Milán por un deficiente mental.
Aunque todas esas desasosegantes sensaciones quedan en un juego de niños tras una visita al pabellón suizo, que, de existir, se podría llevar el león de oro a la instalación más sobrecogedora. Se titula Cristal de resistencia y la firma Thomas Hirschhorn.
Revistas de moda, barbies, coches de lujo y otras evolucionadas armas de hipnótico consumo masivo se mezclan con ristras de fotografías de hombres ejecutados, torturados y golpeados. Todas son imágenes reales recopiladas en la última década. Se han ido haciendo públicas con cuentagotas. Pero verlas juntas y mezcladas con el lujo más ofensivo, provoca nuevas y agresivas sensaciones.
En medio de estas sobrecogedoras instalaciones, Dora García ha optado por transformar el pabellón de España en un punto de reflexión sobre lo inadecuado. Se trata en realidad de una performance extendida y en continua evolución durante los seis meses de duración de la bienal. Participan 70 personas. Incómoda y tímida a la vez, la artista explica: "Lo inadecuado quiere sustituir la idea de exposición por la de ocupación; la de muestra de artista por la de un teatro de exposiciones; la del pabellón nacional por el pabellón que se sabe en un país y una historia determinada". Ayer, uno de los actores participantes reflexionaba frente al público sobre cómo se debe de empezar una performance... "La idea es mía", explicaba García, "pero la autoría es colectiva. Se irá desarrollando a lo largo de la bienal".
¿Cree que se entenderá su propuesta? "No lo sé", respondió García. "Se puede ver de muchas maneras. Hay mucha investigación y trabajo por delante. Se puede disfrutar como una obra de teatro o ser más participativo. Incluso si no sabes nada y vienes aquí, te encuentras con la belleza de los libros, de los objetos".
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.