"Hacer reír a la gente desde el escenario es una medicina"
En la alocada estirpe de los Marx, los Chaplin, los Keaton, los Tati, los De Funès y en general los geniales trasgos del humor que hicieron y hacen la sucesión de los días y de las noches un poco menos urticante, este señor alto y calvoso que atiende al nombre de Patrice Thibaud (aunque, como ya se dijo por aquí hace tiempo, debería llamarse Fantomimo, Cucurruplás o Pumpurrumpum) ha vuelto por donde suele: regalarnos, durante cosa de hora y media, la mentirosa/impagable sensación de que, mientras dura su guateque, la vida se detiene ahí afuera. Es la impronta del gran espectáculo. Luego vuelves a recorrer las aceras y a hacerte las grandes preguntas: ¿de dónde venimos? ¿a dónde vamos? ¿cuándo demonios vencía el plazo de la letra?
Tras el éxito de 'Cocoricó', el mimo francés triunfa en Madrid con 'Jungles'
Es una obra sobre la relación entre el hombre y los animales
Vuelve Thibaud al Festival de Otoño de Madrid (dejémoslo escrito así aunque no sea del todo exacto, así dejamos de lado el inexplicable nombre inventado por el (o la) político/a de turno: Festival de Otoño en Primavera: sin palabras). Lo hace con Jungles ("Junglas"), una pieza de hora y cuarto en la que el bufón despliega todo su arsenal de gesto y mueca, sin texto o casi sin texto, esta vez al servicio de una misión concreta: explicar la relación de animalidad entre los seres humanos, su manía por ocultarla aunque acaba saliendo a flote siempre, y la perenne certidumbre del animal racional de que es el principio y el fin de todo y siempre.
Y todo, sobrevolando referencias como Rómulo y Remo, Tarzán de los monos, el Mowgli de El libro de la selva o el roussoniano mito del buen salvaje. Se trata de una obra (hasta el sábado en los madrileños Teatros del Canal) de más calado y ambición que su anterior montaje, Cocoricó. Si aquel era un puro divertimento a dos manos entre él y su amigo el actor y músico Philippe Leygnac, aquí hay cierta vocación de mensaje.
Nieto de españoles, Patrice Thibaud aprendió con su abuelo, que era de Cáceres y escapó de la Guerra Civil, a cazar becadas y conejos, actividad que alternaba con la siempre fascinante de partir rabos de lagartija. En resumen: aprendió a amar a los animalitos. Aquellos efluvios adolescentes en medio del reino animal deben de estar en la base de Jungles, un texto (es un decir) definitivamente ecologista.
Los zambombazos del mimo se dirigen contra una situación que le resulta insostenible: "Con el pretexto de que somos civilizados, usamos la violencia y vamos a las guerras; luego, como somos civilizados, pedimos perdón. No entiendo nada, corremos hacia el desastre... pero siempre fue así, no es nuevo".
- ¿Cree usted, con perdón, que Jungles es la obra de teatro que los animales salvajes hubieran escrito sobre el ser humano?
- ¡Sí, ja, ja, ja... sí, puede que sí, vaya. Y desde luego, serían mucho más amables con nosotros que nosotros con ellos cuando hacemos documentales de animales en la televisión...
Como sus ilustres ancestros del escenario, él lo tiene claro: no solo reír sana, también sana hacer reír. Y a la interrogante tonta pero tan obesiva de cómo es posible que los cómicos salgan a escena cada noche para alegrar la vida al respetable aunque a ellos les hayan robado en casa, les hayan quitado la novia o se les haya muerto el jilguero, él responde: "Ah, ya, pero también ocurre que hacer reír desde el escenario es una medicina; no puedo hablar por boca de todos mis colegas, pero a mí, cuando estoy actuando, se me borra todo. Total, ¿la alternativa cuál sería?: ¡quedarte a llorar en tu hotel!".
Bestia de la televisión francesa, donde se convirtió hace años en un showman adorado por la audiencia, y bestia escénica a bordo de situaciones e ideas desternillantes que buscan el resorte primario de la risotada pero también hacer pensar, que ya es vocación en estos tiempos que corren, Patrice Thibaud mira siempre a la infancia. "Los niños no tienen filtros, no tienen límites, no se paran a pensar en lo conveniente o no, son el estado puro". No por casualidad, por la noche, en casita, este mimo que no quiere ni oír hablar del gran Marcel Marceau busca en su hijo de ocho años el consejo.
-¿Lo he hecho bien hoy, hijo?
-Pschhh... tendrías que haberlo hecho así, en vez de asá.
-Vaya por Dios.
¿Para qué buscar las musas en otro lado si están en el salón de casa?
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