Ten una aventura
Ella volvió a casa a las siete en punto. Se encerró en el baño, soltó los grifos, seleccionó unas cuantas perlas de aceites aromáticos y, antes de sumergirse en el agua, se miró en el espejo. La expresión de su rostro, una equilibrada combinación de excitación, nerviosismo y ansiedad, no la asombró, pero celebró ver que sus ojos habían vuelto a brillar después de mucho tiempo.
A las siete y veinte, su marido llamó al teléfono fijo, que naturalmente comunicaba porque para eso tenía dos hijos adolescentes, pero no iba a desanimarse por tan poco. Carraspeó, para afianzar su voz en su garganta, marcó el primer número de la agenda de su móvil y, por fortuna, su mujer no cogió el teléfono. Le dejó un recado en el buzón. Mi agenda acaba de recordarme una cena de trabajo que había olvidado, ya sabes qué cabeza tengo, cariño, no me esperes despierta.
"Tenía el don de interpretarla, como si la conociera de toda la vida"
A las ocho menos diez, embutida en un vestido nuevo que le quedaba tan bien que compensaba las tres tardes que había perdido buscándolo, impecablemente peinada y maquillada, ella se puso unos tacones y, al mirarse en el espejo, vio parpadear la pantalla de su móvil. Lo cogió, vio el número de su marido, activó el buzón de voz con cierto temor y un instante después sonrió. No pienso esperarte despierta, querido, murmuró para sí misma mientras tecleaba un SMS: no te preocupes, yo también voy a salir, voy a ir con mi cuñada a ver Los Miserables, llegaré tarde, un beso.
A las ocho y cinco, él metió el coche en un parking y lamentó que el camino se le hubiera dado demasiado bien. Faltaba casi media hora para la cita y le vendría bien una copa, pero con los nervios apenas había comido y cuando se encontrara con Pocahontas lo normal sería que tomaran precisamente eso, una copa, o dos, antes de irse a la cama. No lo sabía bien porque nunca había hecho antes nada por el estilo, pero su amante virtual era muy apasionada, "decidida partidaria del amor físico", había escrito en uno de sus primeros mensajes, así que le había encargado a su secretaria que llamara para hacer una reserva. En consecuencia, decidió no correr riesgos y se limitó a pedir una cerveza en el primer bar que encontró.
Ella también llegó demasiado pronto, pero entró en el hotel y se dedicó a curiosear las vitrinas de las tiendas con la esperanza de ver reflejado a Robin Hood en algún escaparate. Le parecía mentira haber llegado tan lejos a partir de una cosa tan tonta, aquellos simples anuncios que animaban a los hombres, a las mujeres casadas, a ser infieles. La primera vez entró en aquella web sólo por mirar y salió pitando, como si hasta eso fuera un delito. La segunda pensó: ¿por qué no?, se registró en una página con cientos de interlocutores disponibles y enseguida se quedó con él, tres años mayor que ella, casado y en general satisfecho con su vida, "supongo que feliz, pero aburrido". Porque no sólo era brillante, ingenioso, inteligente. También tenía el don de adivinarla, de interpretarla como si la conociera de toda la vida. Se le erizaba la piel al recordarlo.
Mezclado con un grupo de turistas, entró él para ir derecho al bar, donde habían quedado. El tercer taburete a partir de la izquierda, había propuesto Pocahontas. Él había contestado que le gustaba mucho su estilo, dando por supuesto que tenía experiencia en esa clase de citas. Ella le había contestado que no, pero lo que sí tenía era mucha imaginación, y él había replicado que con eso era suficiente. Además, como si el destino se hubiera puesto de su parte, el tercer taburete de la izquierda estaba libre. Antes de sentarse se miró en el espejo de detrás de la barra y se encontró bien, un hombre todavía joven, todavía delgado, todavía con pelo. Llamó al camarero y le pidió un whisky. Volvió a llamarle, le dijo que lo había pensado mejor y que prefería un vodka con tónica. Entonces se dio la vuelta, vio unos ojos que le miraban y, por primera vez en muchos años, lamentó haber perdido la costumbre de rezar.
-Hola -la mujer con la que se había casado hacía casi veinte años, pálida como una muerta, intentó sonreír, pero no lo consiguió del todo-. ¿Qué haces aquí?
-Pues ya ves -él, más bien colorado, la besó en la mejilla-. Los japoneses, que me han dado plantón. ¿Y tú?
-No había entradas y... -se quedó parada, pensando en qué decir a continuación-. Bueno, he entrado para ir al baño.
-¿Quieres tomar algo? -en ese momento, él pensó que si su vida fuera una película, el actor abrazaría a su mujer y la besaría en la boca con toda la pasión que le había inspirado Pocahontas mientras escribía desde el cuarto de al lado.
-No -en ese momento, ella pensó que si su vida fuera una novela, la protagonista cogería a su marido de la mano y subiría con él a la habitación que Robin Hood se merecía-. Vámonos a casa, ¿no?
Como su vida sólo era una vida corriente, cenaron en la cocina, de primero judías verdes y después él un trozo de tortilla de patatas. Ella se conformó con un yogur desnatado, porque estaba a régimen.
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