La Peña de los Acabaos
La última vez que vio uno una corrida de toros fue en una plaza de pueblo, en Trujillo, Cáceres, hace unos 15 años. Cinco años antes, otra, también en un pueblo, Puerto de Santa María, Cádiz. Era bonito aquel ambiente modernista de otro tiempo, la gente, los vencejos que aparecían en la lidia del último toro, la seriedad de los toreros, acaso con más miedo, conscientes de que la muerte espera siempre en las plazas pequeñas...
Cuando he escrito de toros, lo ha hecho uno como un costumbrista. Me gustaba fijarme más que en los toros, en la gente que iba a verlos. Algunas, raras veces, lo que sucedía en el ruedo le hacía a uno prescindir de los tendidos. Nunca después de aquella lejana tarde en Trujillo ha vuelto uno a ver una corrida, ni retransmitida. Todo el entusiasmo que tenía hace 30 años por ese asunto se ha desvanecido por completo, pero no los recuerdos ni las conversaciones y evocaciones de algunos aficionados, como Bergamín o Gaya, que habían visto torear a Joselito, a Belmonte, a Manolete. Eran también, a su modo, unos aficionados desengañados. Ese desengaño mitificaba un poco sus recuerdos y humanizaba aún más su melancolía, porque bajo el ruidoso celofán de la fiesta se traslucía una poderosa y humana tristeza, que vieron bien artistas como Solana, más que Picasso. Contaba Cañabate que en Jerez había una peña de toreros que no habían llegado a triunfar. Se llamaban a sí mismos la Peña de los Acabaos, dedicados a rememorar sus pequeños éxitos y sus grandes fracasos. No sabemos cuál será el futuro de la fiesta, pero me gustaría que le consideraran a uno de la Peña de los Acabaos, dueño de sus recuerdos y de sus sueños, tanto más grandes cuanto más lejanos.
Andrés Trapiello es escritor.
Babelia
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