En una noche clara
Los faros de los coches se encendieron en semicírculo. Era una noche clara, con grillos y luces inciertas. Aun así, había que tener cuidado en donde se ponían los pies, el campo abierto estaba lleno de hoyos y obstáculos poco visibles: cajas de cerveza, jaras y matas olorosas.
El ruedo quedó iluminado por los faros. No hubo clarines que anunciaran el comienzo de la corrida clandestina. Pero no se pudo evitar que el público aplaudiera y vitoreara a los tres diestros cuando pisaron la arena de ladrillo triturado.
Algunos pidieron que no se alborotara demasiado, y que no se profirieran gritos. Pero cuando el joven torero comenzó a lucirse con la muleta, un reproductor de CD dejó oír un rock tan antiguo como un pasodoble.
Los espectadores -no se podría saber si pocos o muchos, debido al apretujamiento y a la oscuridad- corearon los pases con algunos olés bajitos y susurrantes.
Un viejo aficionado comentó:
-La prohibición ha traído sangre nueva a la fiesta. ¡Esto sí que es arte y peligro!
Se corrió la voz de que la Guardia Civil andaba en busca de la cita secreta y pagana. Se apagó el CD y solo se oyeron las llamadas del torero reclamando la atención del toro, y los tiernos mugidos del animal.
Una espectadora, algo asustada, se agarró a su compañero y preguntó si también los espectadores incurrían en delito. Su compañero la tranquilizó, pero el viejo, que lo había oído, fue implacable:
-También, también, señora. ¡Faltaría más!
La faena se realizó en la negritud de la noche. A veces, la silueta proyectada del matador tapaba al toro, y a veces la sombra del toro discurría por los árboles y los rostros, agigantada y monstruosa.
Noté que faltaban las moscas, pero en cambio había polillas y gusanos de luz.
Manuel Gutiérrez Aragón es cineasta y escritor.
Babelia
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