Casa para los muertos
Mi joven amigo se sentó en un sofá de la sala de mi casa, se estrujó las manos, sonrió como si no pasara nada y soltó: "Te lo comuniqué en algún mensaje, ¿no? Que mi padre murió de repente, de un ataque al corazón. A los 60 años. Recién jubilado, después de pasarse casi toda la vida trabajando dieciséis horas diarias para sacar adelante a sus hijos, para darnos algo de nivel".
"No, no me lo dijiste", respondí. Y comprendí enseguida por qué le encontraba tan extraño, en un estado novedoso en él, que es optimista, luchador, amable. En estado de ira se hallaba mi amigo. Ira contra la muerte. Ira, sobre todo, contra la vida, que no le había advertido de que estas cosas pasan. De que un mal día, de improviso, uno comprende que esto del existir carece de sentido. No importa lo bueno que seas para los tuyos, lo necesario. Un plumazo. Polvo en el desierto. Un soplo.
"Un mal día, uno comprende que esto del existir carece de sentido"
"No queda nada de él. Nada", se indignó. Le tomé de las manos. Quedas tú, quise decirle, queda la vida que tú transmites, la familia que crearás, el amor que ya das. No podía. La ira le ensordece y retarda el duelo que le reconciliará su orfandad. Porque es cierto que la vida vence a la muerte, en cierto sentido: aquí estamos, aquí estaréis cuando nosotros ya no estemos, y así sucesivamente. Pero qué doloroso resulta asumirlo.
Pocos días después, una muy querida amiga me hablaba de cómo está perdiendo poco a poco a su padre, víctima de la locura senil, que ha tomado su cerebro por asalto. Ella es un poco más mayor que mi amigo, ha tenido ya sus dosis de sufrimientos y de luchas, y más que ira -aunque también un poco: contra la enfermedad siente culpa porque ve en su padre a un desconocido.
"Lo es", le dije. "Cuídale, pero no te culpes por preferir al otro, aquel que te precedía, que sabía más que tú, que te guiaba". Le conté mi secreto para pechar con las ausencias y con los deterioros: haz una casa para resguardar a tu padre de verdad de ese extraño en que le ha convertido la última de las colonizaciones. Escóndete con tu verdadero padre en esa casa, le dije, y no permitas que nadie te lo arranque.
Parecería, por lo que he escrito hasta aquí, que soy una experta en manejar muertes. Y no. Lo que soy es experta en buscar salidas. Ocurra lo que ocurra, siempre estoy cavando, siempre estoy con el pico y la pala, perforando el alud, sacudiendo la mina, peleando por una raja de luz, por una espiga de aire. Todo ello no servirá cuando la propia enfermedad y la muerte consiguiente que la vida me tiene asignadas lleguen para implantar su oscuridad y su violencia. Pero, entre tanto, el movimiento de desenterrar hacia delante me llena de sentido la jornada: y he aprendido que con eso debería bastarme.
Para distraerme un poco de estos pensamientos tristes pero imprescindibles me pongo a googlear: elijo el día de hoy -el de ustedes, 8 de mayo- y la reseña de acontecimientos, de nacimientos y defunciones me proporciona un buen sopapo de realidad y, a la vez, de ilusiones. Resulta que hace 105 años nació Roberto Rossellini, y hace 131 murió Flaubert. Tal día como hoy, en 1931, se reconoció por primera vez en España a las mujeres como elegibles, y la Alemania nazi -1945- firmó la rendición incondicional.
Entre fechas y nombres señalados y vidas notables, el ronco motor que hace girar el mundo, los millones de seres que lo habitaron por un breve momento del Tiempo, alimentando el movimiento de la rueca.
Todo esto lo hablé con mi amiga, y algún día, espero, mi joven amigo lo entenderá. Entre tanto, a una y a otro, a ustedes y a mí misma, dejo la última frase de El puente de San Luis Rey (la novela de Thornton Wilder), que tanto me consuela: "Hay una tierra de los vivos y una tierra de los muertos, y el puente que los une es el amor, lo único que sobrevive, lo único que tiene sentido".
Aunque el amor a los que se van duela tanto.
www.marujatorres.com
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