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Reportaje:REPORTAJE

Balas perdidas en Ciudad del Cabo

Los gánsteres de Ciudad del Cabo se arrancan los incisivos, lucen tatuajes crípticos y cicatrices de batalla y su hablar quedo revela que han pasado tiempo en penitenciarías atestadas, sin privacidad. Los gánsteres de Ciudad del Cabo, en un ciclo vital de prisión-calle-prisión-calle, susurran sabela, idioma carcelario propio, hacen gestos con las manos que solo ellos interpretan y en sus compatriotas generan fascinación y miedo: son más de 100.000 hombres que militan, armados y leales, en unas 150 bandas callejeras, señores de los barrios erigidos por el apartheid en la periferia para confinar a la población coloured (mestiza) y que la democracia no ha conseguido ni integrar ni sacar de la pobreza. Se nutren de nuevas hornadas de chavales cada vez más jóvenes, de 10, 11, 12 años, ansiosos por imponerse el tjappie, el tatuaje que los identificará como pandilleros.

"Un buen capitán siempre muere" o "Sin venganza no hay respeto", de estas cosas hablan los muchachos
Susurran sabela, idioma carcelario propio. Su ciclo vital es prisión-calle-prisión-calle
"Nos protegen de los de fuera. Pero sus drogas acaban con los de dentro", dice la madre de uno de ellos
Más de 100.000 hombres militan, armados y leales, en unas 150 bandas callejeras

La cicatriz todavía tierna de Leroy muestra la brutalidad de los gangs:tuvieron que abrirle el pecho para operar el corazón apuñalado.

Leroy tiene 15 años y vive en Heideveld, barrio polvoriento a veinte minutos en coche del centro. En una zona, casas pequeñas, dos metros de jardín, de los que trabajan, y en otra, los mal edificados y peor mantenidos bloques municipales construidos en los sesenta, de dos o tres plantas, separados por un patio estrecho donde habitan los tendederos. Es gueto, dominio gánster. Leroy vive ahí, en territorio de los American, y por eso no tiene lógica que se uniera al rival, los PlayBoys. Cara angelical que llama a engaño, el chaval explica frío:

"Fue en agosto, domingo a mediodía, me vino a buscar un playboy, pero yo ya no quería ser de ellos. Me esperaron fuera de casa escondidos unos cuarenta y fueron a por mí". Socarrón, miente para hacer reír a sus amigos: "De mayor quiero ser... ¡policía!", y regresa a sus apuestas ilegales a los dados, lanzados sobre el asfalto y con los que el ganador del día se hace con 20 o 50 rands (dos, cinco euros), una fortuna en el gueto quebrado por desempleo, familias desestructuradas y drogas.

El caso de Leroy refuerza el mito de que las bandas no permiten defecciones, sólo si te matan o te conviertes en ferviente religioso. Muchos gánsteres han cambiado pistola por púlpito. Pero es un mito, cada banda tiene sus reglas, y los American, la banda más poderosa, se calcula que con diez mil hombres y operativa en cada barrio, por ejemplo, no parecen preocupados por los que dejan su órbita. Malcolm September, de 34 años, era american. En un tiroteo, en 1999, le destrozaron la rodilla y le tuvieron que amputar la pierna. Postrado en la cama, los brothers lo fueron abandonando. Un día, hace cuatro años, Malcolm acercó una cuchara al hornillo. Una vez ardiendo, la fue aplicando al antebrazo hasta reventar el tjappie que lo señalaba como american, ahora un parche de piel arrugada. "Era joven y tonto. Ingresé porque los que eran ya american nos acosaban en la escuela. Te unes para librarte del acoso. Es algo que sigue pasando ahora", explica Malcolm, que dice saber de albañil y que quiere trabajar, pero que no puede porque su pierna ortopédica está rota. Vegeta en un camastro.

Los American, como la mayoría de las bandas, siguen un rito de iniciación, ensayo de lo venidero: to take blood, hacer sangre.

Malcolm tuvo que disparar a un miembro de Naughty Boy, otra banda rival. "No lo maté. Es un mito lo de matar, solo es hacer sangre". ¿Y si matas sin querer?. Malcolm encoge los hombros en un "mala suerte" y fuerza una sonrisa desdentada.

La familia de Malcolm vivió bien hasta 1982. En Rondebosch, un barrio acomodado blanco donde también residían familias coloured. La matriarca, Estelle, con 72 años y ojos azul cielo, recuerda la orden de abandonar Rondebosch, "llegó por carta, sin más, fecha límite el 13 de agosto". "Nuestros vecinos, blancos, lloraron. Mi marido, que trabajaba en los trenes, al año de llegar aquí murió. De leucemia dijeron, de tristeza digo yo". "Cuando llegamos había miedo, había mucho crimen, la familia dejó de visitarnos por temor".

El traslado forzoso de miles de personas (se calcula unos 50.000 entre 1960 y 1980) a la periferia supuso pérdida de empleos y los robos se pusieron al orden del día. Las bandas se crearon como protección vecinal por calles, por bloques. El desempleo y el crimen se conjugarían con el paternalismo del Gobierno con los coloured, a los que se limitó la compra de alcohol. Surgió el contrabando y se originaron las shebeens, las tabernas ilegales, en las que las bandas encontraron financiación a cambio de otorgar protección.

Otra prohibición, en 1977, contribuiría a la estabilización de los gangs: la del mándrax, un sedante que se adquiría en farmacia. En los barrios idearon un uso, popular todavía, muy adictivo: las pastillas machacadas, mezcladas con marihuana, se fuman en pipa improvisada con el cuello de una botella. Lo que antes era un medicamento y costaba cinco céntimos la pastilla, ahora era un vicio cuyo precio se multiplicaba por 10. Las bandas empezaban a hacer negocio.

Las relaciones de los vecinos con los gangs se volvieron ambivalentes y ahora aún queda algo. "Nos protegen de los de fuera", dice Shamima, una de las hijas de Estelle, "pero sus drogas están acabando con los de dentro". Estelle tuvo 10 hijos: uno está muerto, asesinado por las bandas; otro, recién salido de prisión; Malcolm, sin pierna; un cuarto, baleado en el brazo, padece de los nervios; el quinto, expandillero, es un predicador que reparte folletos; Shamima, desempleada y con depresión, tiene tres hijos, uno de ellos adicto al tik, metanfetamina, que infesta los barrios y genera paranoia y agresividad. El resto de hijos lograron salir del gueto.

Pero hay esperanza en casa de Estelle: dos de sus nietos (uno, hijo de Shamima), que viven con ella, van a ir a la universidad si hay becas, algo que habría sido impensable durante el apartheid.

Los bailes para los que han acabadomatric (selectividad), en diciembre, son tradición en Sudáfrica. Los que salieron de Heideveld sufragan comida y vestido de princesa para la nieta de Estelle, Shanaaz, que hasta es vitoreada por los vecinos en la calle. Es excepcional en el barrio llegar a matric. Y más tener dinero para celebración: ensaladas, salchichas de Fráncfort y pollo frito. El piso, diminuto, a pie de calle, se llena en la fiesta. El pollo vuela. "Muchos no eran invitados. Vinieron para comer", diría luego Shamima.

Brain salió de prisión en julio, tras ocho años dentro. Pero en toda su vida cuenta 16 entre rejas. Con 40 años, buena parte de su vida adulta. Suelta que ha matado a 20 hombres, que era pistolero en los American. "Nunca supe las razones, gente que molestaba, empresarios, gente con deudas". Dice veinte sin torcer el gesto ni fanfarronear, es un "es lo que hay", al que se llega después de haber compartido numerosas entrevistas. Cauto, habla con el tono bajo de los que han cuchicheado durante años en celdas de literas pegadas. Su desapego recuerda a Leroy, a los niños en las bandas con el gatillo fácil.

Brain (cerebro) es el apodo de Damon T. Pronuncia mucho la palabra respeto, crucial para el ingreso de jóvenes marginados en el gang: se hacen respetar aunque solo sea porque tienen armas. Está en libertad condicional y cada domingo limpia la comisaría de Manenberg (gueto también plagado de bandas). Ante la duda responde rápido: "Los policías me respetan, saben lo que soy y de dónde vengo". Brain ya no quiere ser un pistolero, pretende mantener "un perfil bajo" para evitar la cárcel y parece tener la sensación de que es hora de que la banda reporte beneficios. En la primera conversación con los periodistas asegura: "Hablé ayer con los jefes y me van a comprar una casa, la están buscando". Y añade que tiene novia, con la que quiere vivir. Su novia es la hermana de un compañero de celda y la conoció en prisión. De momento vive con su madre y con su hijo, de 20 años, a los que apenas menciona; su familia más importante siguen siendo los American. Brain está en forma, corre por las mañanas -alerta, los ojos siempre en la nuca, nunca se sabe-, y dice estar limpio de drogas. Eso sí, quien tuvo retuvo y tras un mes en libertad ya enseña revólver nuevo, un Smith & Wesson que guarda en casa, "solo como protección". "Ahora no es tan fácil conseguir armas, hace veinte años estaban los barrios llenos".

Fue en los noventa, durante la transición, cuando se produjo la transformación última en las bandas. Sudáfrica en democracia abría sus fronteras al comercio internacional, legal e ilegal. Entraban en escena las mafias nigeriana, rusa, china o italiana que encontraron en los gangs a los socios perfectos para sus business: drogas, tráfico de armas, coches robados, contrabando de diamantes u orejas de mar (un manjar que, pescado ilegalmente, las tríadas chinas contribuyen a esquilmar, importándolo a cambio de mándrax). A la apertura de fronteras se sumó la parálisis de la policía, en proceso de transformación de fuerza represiva a cuerpo democrático. Las bandas florecieron como nunca.

Los american son fácilmente reconocibles, más allá del tjappie. Llevan gorras de béisbol, sudaderas con las letras USA y estética hip-hop, cadenas, anillos, relojes de oro o -accesorio local- dientes postizos con dorados. No son solo los gánsteres los que se arrancan los incisivos. Es una moda entre los coloured más pobres, cuestión de belleza. Una moda pasajera que ha disparado el negocio de dentaduras en los barrios.

Brain exhibe un día de octubre nuevos dientes blanco nuclear, que se quita cuando se acuclilla a fumar la white pipe, mándrax. Se los quita porque es aparatoso: dos caladas lo dejan por minutos inconsciente y, desde otro mundo bizco, babea hasta el suelo y escupe flema de sus pulmones. Se quedará ralentizado durante una hora. Han pasado tres meses de libertad y no hay noticias de la casa, está delgado, no corre y su humor se ha vuelto gris. Lo enviaron de nuevo a prisión una semana por posesión de marihuana y le hundieron la ilusión de ser libre. Se refugia en el mándrax. Ya apenas se mueve del barrio y su lengua es trapajosa.

Una mañana sí parece más animado: "Vamos a liquidar a un traficante que nos estafa. Somos cinco, esta tarde vamos a por él". Al día siguiente, en la primera comparecencia ante el juzgado por la marihuana, un trámite, susurra que no ha pasado nada, "tuvimos una charla". Quién sabe.

En la agenda de estos muchachos suelen figurar entierros. Esta vez han asesinado a Oscar Williams, de 35 años, jefe american en Kewtown, un gueto aún más cercano a la ciudad. Lo mataron dos pistoleros, a plena luz del día, delante de su hija y su esposa. Brain acude con pesar porque la familia no quiere un funeral american, en el que habrían cubierto el ataúd con la bandera de EE UU, disparado salvas al aire y los hombres se saludarían con el índice y el pulgar extendido de la mano derecha, una pistola. Pero es un funeral normal, con muchos vecinos, los esbirros en las últimas filas.

Los ánimos sí andan revueltos en Kewtown. Los más jóvenes del grupo: Quentin, con 14; Darren, de 15, y Kendal, de 16, sacan pecho. Es su oportunidad de hacer sangre. "Vamos a beber su sangre, vamos a matar a esos...". Darren se interrumpe. ¿DixieBoys o PlayBoys? "Da igual, los vamos a matar". Las bandas usan a los más jóvenes como vanguardia en las guerras por territorios donde mercadear con drogas. Los menores de 14 no van a prisión y se limita su ingreso entre los 14 y 16.

Gus, en la treintena, segundo de Williams, lo ve lógico: "Los jóvenes tienen la fuerza; los mayores, la cabeza. Juntos somos peligrosos". No se le ve afectado por la muerte de su jefe: "Un buen capitán siempre muere". El hermano de Óscar, Brian, que salió hace escasas semanas de prisión, heredará el liderato. Reincidente, "asesinatos y esas cosas", cree que la acción contra su hermano es la respuesta de los PlayBoys porque su jefe fue baleado hace unos meses. Se vengarán. "Si no hay venganza, no hay respeto", asegura. Quince días después, dos playboys caen ejecutados. Ciudad del Cabo, cinco muertos al día, unos dos mil al año, estadísticas oficiales. Si la media de asesinatos en el mundo es de ocho por 10.000 habitantes de acuerdo con Naciones Unidas, la de la ciudad asciende a 60.

Los vecinos temen las guerras. Balas perdidas o fuegos cruzados que acaban con inocentes. Si hay guerra, los vecinos se aprovisionan, se encierran en casa y se alejan de las ventanas. En 1994, un grupo de ciudadanos, alarmados por el aumento de las guerras, formaron People Against Drugs And Gangsterism (PAGAD, en inglés, gente contra drogas y gánsteres). De influencia islámica, pronto crecieron y empezaron a comportarse como pistoleros ellos mismos. Iniciaron la cacería de los jefes de las bandas, entonces muy conocidos en los barrios (y alguno muy popular por repartir dinero entre los vecinos o vestir las comparsas de carnaval).

Entre 1996 y 2008, 30 líderes fueron ejecutados, hasta que la policía neutralizó PAGAD. Irvin Kinnes, criminólogo, explica en Gang culture in South Africa and its impact que a partir de entonces las bandas se descentralizan y "cada vez se hace más difícil identificar a los líderes". Para Llewellyn Jordaan, trabajador comunitario en Lavender Hill, otro de los barrios con más problemas, "los jefes ahora ya no son miembros de bandas, son grandes mercaderes de drogas, no viven en los barrios y han diversificado sus intereses, lavan el dinero en negocios de taxis, de clubes nocturnos, en propiedades. Consiguen corromper a la policía o pagan para hacer desaparecer investigaciones enteras y no llegar a juicio".

Jordaan ha mediado con frecuencia en las guerras. Cuatro bandas en su barrio: los Corner Boys, los Junkie Funkies, los Boston Kids y los legendarios Mongrels (perros callejeros, los primeros en formarse). Su mediación con las bandas se inició en los noventa, cuando ninguna iglesia del barrio -y son muchas- quería oficiar el entierro de un gánster por miedo a represalias. Jordaan se encuentra de nuevo en proceso de negociación: los Junkie Funkies quieren el territorio de los Corner Boys, cuatro edificios. Parece trivial, matarse por unos escasos clientes de los Corner. Pero es que, recuerda Jordaan, "los gánsteres no ganan dinero, son muchos perros para un solo hueso". Ganarían más en un empleo poco remunerado. "Pero en este barrio tenemos un paro juvenil del 80%, la juventud se desilusiona, esto está igual que hace treinta años. Quince años de democracia no han hecho nada, y si no cambiamos la situación socioeconómica, no acabaremos con los gangs".

No obtienen mucho dinero. Les pagan con drogas. Su vida es monótona, degradante, aunque pretendan aparentar lo contrario. Brain, si no anda subido a la pipa blanca, pulula de camello en camello, controlando que el negocio de otros va bien. Williams pasa horas sentado en una caja de plástico en el rellano de su piso, con la mercancía en la bragueta, estimulándose con tik para anestesiarse después con mándrax. Novedades, escasas, en forma de entierro o de redada policial. Ciclo vital. Williams dice que no puede cambiar: "Cualquiera, en cualquier lado, algún día me reconocería. Sin protección, sin los American, no viviría mucho. No se puede salir". Sus destinos, tres: el rellano, la prisión, el ataúd.

Tienen doble militancia. En la calle, pero también en los 26, 27 o 28, los gangs de la prisión, conocidos como El Número. Son un culto con biblia oral, cuyo contenido se descubre cuando se escala en la jerarquía. El núcleo original, mito: dos ladrones (de ahí el número 2) en el Siglo XIX, Nongoloza y Kilikijan, formaron un grupo de bandidos bajo las órdenes de Po (Dios), que dejó sus mandamientos en la piel de un toro y en una roca. Kilikijan regresó un día a la cueva donde se refugiaban y encontró a Nongoloza con un joven. Se pelearon. Kilikijan creía que acostarse con hombres no estaba en la ley. En la pelea, según el mito, piel y roca se perdieron. Kilikijan partió con siete bandidos (origen de los 27), y Nongoloza, con ocho (28). Se reunirían años más tarde en prisión.

Los 27 sugirieron la creación de los 26, al ver a un grupo de presos, estafadores, que manejaban dinero. Los 28 accedieron, pero un 26 nunca les hablaría. Los 28 se dividen en dos líneas: los guerreros y sus "mujeres" (presos protegidos o forzados a mantener relaciones sexuales); los 27 se nutren de los que han cometido delitos de sangre o con armas y los 26 se interesan por el dinero. Hablan lenguaje propio: sabela, argot mezcla de afrikaans y zulú. Cada grupo tiene -imaginados- uniforme diferente, bandera única, jerarquías de ejércitos (generales, capitanes, espías, médicos, abogados, profesores) y sus representantes se reúnen cada día, acuclillados, en ritual establecido, los 27 portavoces de los 26. La iniciación de los American es copia de la iniciación en el Número: hacer sangre. Por lo general, acuchillar -sin matar- a un guardia o a un frans (preso sin banda). Alargan su estancia en prisión, pero entran a formar parte de un grupo selecto. Sus tatuajes, centrados en la historia del gang.

Latief tiene 50 años, es un capitán en los 26. Toda su vida en prisión por atracos, se ha tatuado entero. "Mi familia dejó de visitarme. Mi familia pasó a ser los 26, por eso me tatué tanto. Creía que no saldría nunca. En 2004 me di cuenta del error: la cárcel no es vida, no se aprende nada en la cárcel. Quiero trabajar, pero con los tatuajes no me va a contratar nadie". Las maneras de actuar del Número se han trasladado a la calle. Los American están integrados por 26 (Williams) y 27 (Brain). The Firm, que opera en las áreas rurales y los Mongrels, por 28. En los Corner Boys y los Junkie Funkies hay 26 principalmente y Jordaan trata de hablar con un general de la 26 para que ponga paz entre ambos. Si lo consigue, no será por mucho tiempo.

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